domingo, 24 de septiembre de 2017

Los dos diecinueves

Veo a un chavo, todavía con los guantes polvosos, el casco sobre los ojos y una pequeña pala en la mano, dormido. Sólo lo ha vencido el sueño. No lo ha hecho ni la ciudad sonando día y noche a ambulancia, a policía, a las radios, ni los encasquetados de la Marina tratando de impedirle el paso a su derrumbe.

Es suyo. Conoce cada piedra, cada varilla, cada grieta. Sabe qué hacer exactamente y en cada instante porque no depende de un plan o un protocolo de “experto”. Él sabe que los que alcanzaron a salir del edificio le dijeron que trabajaban ahí 60 personas, no 28, así, sin nombres, como asegura la autoridad. Él sabe que Javier, el que está allá, tomando agua, ha tenido los ojos llorosos desde las tres de la tarde hasta el anochecer porque no encuentran a su hermano, Gustavo. Siente la frustración de golpear con un mazo la losa sólo para encontrar abajo una igual.


Siente la sed de los sorbitos de agua con caliche cada que el agotamiento le gana a las ganas. Nada lo ha derrotado sino un sueño, como un desmayo, recargado contra un árbol. Lo veo y recuerdo el otro 19 de septiembre, el mío, el de 1985, en el que no comíamos ni bebíamos porque la ayuda era exclusivamente para los damnificados. Aquella vez nos dormíamos igual, a ratitos, más de hambre que de cansancio y, a veces, del tedioso ruido de los picos sordos aguijoneando el concreto.

Nos cansábamos de la oscuridad de la ciudad como cueva. Nos extenuaba buscar y no encontrar. Remover con las manos la ciudad que pesa, atiborrada de pesar. Nos despertaba, de pronto, el silencio, la señal de que alguien, allá abajo, se había movido, gritado, golpeado una tubería.

Entonces, ponerse de pie, otra vez, esta vez sí sacaremos a alguien con vida del infierno aplastado, de aire desmenuzado, de penumbras calladas. Ese sigue siendo el sueño en este otro 19 de septiembre –maldito sea, porque nos obliga así a recordar de lo que somos capaces–: restaurar, recuperar lo ido para siempre.

Pienso en El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. El chico expulsado de la escuela, Holden Caufield, protege durante todo su viaje de vuelta a la casa paterna un regalo para su hermana pequeña, Phoebe: un disco de acetato. Al llegar a dárselo, el vinil se ha roto en mil pedazos.

Ella, en su inocencia, le pregunta por qué mejor, en lugar de llorar, no le ayuda a pegar los fragmentos. Holden no sabe cómo explicarle que hay cosas que no se pueden pegar, que quedan rotas para siempre. Pienso en eso y cómo la ciudad se vuelca, no a tratar de adherir fracciones del disco de Phoebe, sino de tararearle las canciones que contenía. Es lo único que podemos hacer, también esta vez.

La canción, además del “Cielito lindo” que apareció ahora en los derrumbes, es la misma: la idea de una comunidad que puede tolerar que el Estado administre a su capricho los impuestos y la policía, pero que no lo autoriza a intervenir cuando se trata de salvar personas. Se le da el permiso de matar, no de restaurar. Esa apropiación súbita es la sociedad civil, la comunidad de la urgencia, la que se reúne porque sabe que algo tan delicado como salvar no puede dejarse en manos de los poderosos.

El puño levantado al aire es la señal de los rescatistas para ordenar silencio. Esa autoridad, que no es legal ni electa, pero que es democrática en sentido profundo, reintegra al imaginario resistente el puño de la indignación de la Marcha del Silencio en 1968. Ese puño señala una forma distinta del silencio. No es más el sigilo o el ocultamiento de la complicidad en lo ilegal o de la resignación ante la represión.

Tampoco es el coraje ante la crueldad e impunidad del Estado. Es un momento de expectativa en las avenidas de brigadistas de chalecos fluorescentes. Es el silencio que se aprovecha para murmurar. Dos chavos se señalan los antebrazos donde han escrito con tinta indeleble sus nombres y teléfonos. Es claro que es una medida de seguridad por si se quedaran atrapados en el subsuelo.

Porque –hay que recordarlo– hay una posibilidad de que tratando de jalar a un sobreviviente, él te jale a ti al infierno de la penumbra, el polvo, el olor a gas, las tuberías rotas. De los ruidos de los desvaríos de la tierra. Uno le advierte al otro que se ha escrito como tatuaje su propio teléfono celular.

–Debiste poner el de casa de tu mamá.

–¿Por qué?

–Imagínate que quedaste atrapado. Te vas con todo y tu celular.

Fuente: Proceso
Autor: Fabrizio Mejia Madrid
Fecha: 23 de Septiembre del 2017