domingo, 6 de noviembre de 2016

Stavenhagen y su utopia para México

Rodolfo Stavenhagen llegó a México en 1940 huyendo con su familia del nazismo. Contra viento y marea sostuvo su compromiso con los débiles. Se hizo sociólogo y antropólogo y ha sido un hombre congruente con esa vocación, porque desde muy joven supo que el sistema político mexicano estaba hecho para sostener la explotación. Hoy, con todos los méritos académicos, lo denuncia como hace 50 años: a nivel macro, cuestionando el neoliberalismo; a nivel micro, lamentando la compra de votos.

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El tan traído y llevado “crecimiento económico” no está funcionando ni siquiera en los países que han logrado crecer, pues sus beneficios no se extienden a la mayoría de la población. Sólo se reparten entre los grandes consorcios internacionales. Y éstos, en México, se llevan las ganancias fuera cuando les conviene.

Este razonamiento permite concluir al antropólogo Rodolfo Stavenhagen que lo que hace falta en el país es una utopía.
No “parches” a los problemas, como los propuestos por los políticos, sino una visión para saber hacia dónde se quiere ir. Y en razón de ello, pensar en las posibles estrategias.

Una historia singular respalda sus juicios:

Nacido en Frankfurt, Alemania, en 1932, el doctor en sociología por la Universidad de París, Francia, cumplirá 80 años de vida el próximo 29 de agosto. Sonriente y con modestia, pese a los numerosos reconocimientos que ha recibido en su trayectoria, como el Nacional de Ciencias y Artes en 1998 y las becas Fulbright, Guggenheim y Heintz de Estados Unidos, comenta que lo celebrará “casi” en la intimidad de su familia.

Y es que El Colegio de México (Colmex) –del cual forma parte desde 1965 y donde fundó el Centro de Estudios Sociológicos que dirigió entre 1973 y 1976– le brindará una comida, “pero nada protocolario, sin discursos”, hasta ahora no se ha anunciado oficialmente. Ningún homenaje público, ni en esta institución ni en ninguna otra en las cuales ha colaborado.

Conocedor del drama de las comunidades más desposeídas y marginales, especialista en sociología agraria, desarrollo rural, minorías y conflictos étnicos, movimientos sociales y resolución de conflictos, entre otros, fue relator especial para los Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas, subdirector general de la UNESCO, secretario general del Centro Latinoamericano de Investigaciones en Ciencias Sociales en Río de Janeiro, Brasil, y profesor e investigador en diversas instituciones de México y el extranjero.

Una vida larga y, siempre, un compromiso.

En agosto se cumplirán también 72 años desde su arribo a México. Llegó en 1940 (cuando el régimen cardenista terminaba) con sus padres, su abuela y una hermana, huyendo de la ocupación nazi en Europa.

En su pequeño cubículo del Colmex, en un mediodía lluvioso cuyos truenos y relámpagos parecen dar énfasis a sus palabras, evoca para Proceso:

“Somos refugiados de la Alemania nazi. Como judíos ya no era posible vivir en Alemania y, felizmente, a mi familia le tocó la suerte de salir de ella en 1936 cuando yo tenía cuatro años. Primero pasamos un par de años en otros países de Europa, donde mi padre trató de establecerse porque pensó que saliendo de Alemania se iba a resolver el problema, no fue así porque el fascismo se extendió por todos lados, había señales terribles de que venía una guerra espantosa.”

Primero la familia llegó a Holanda, donde su padre comenzó a preparar la posibilidad de emigrar a América. Su negocio era la joyería y tenía amigos de su juventud establecidos en México desde principios del siglo XX. Así obtuvieron la visa que les permitió salir de Europa y entrar a México. Y además conseguir el medio de transporte.

No fue fácil. Salieron de Holanda hacia el puerto de Amberes un día de mayo de 1940 para abordar el barco que saldría en la madrugada siguiente. Esa noche los alemanes invadieron Holanda y bombardearon el puerto:

“Yo vi caer las bombas, fue mi primera conciencia sobre la guerra. Felizmente pudimos salir, a pesar de las bombas, el barco zarpó por instrucciones superiores… Era un barco carguero holandés con unos cuantos camarotes, ocho o diez para unos veinte pasajeros, de la línea holandesa Holland-America-Line, ya no existe pero hacía la travesía entre Holanda y el continente americano.

“Nos salvó la vida salir la noche en que los alemanes invadieron. Y en cuatro días acabó la guerra, ocuparon Holanda. Algunos parientes no salieron, mis abuelos paternos se quedaron, murieron en un campo de concentración. Un tío se había casado con una chica holandesa y dijo: ‘Nosotros no nos vamos, este es nuestro país’. También se los llevaron, pero sobrevivieron al Holocausto, estuvieron dos años en un campo de concentración y fueron liberados por el ejército norteamericano en 1945.”

Fue una experiencia difícil. Tiene vivo el recuerdo, si bien como niño no sabía exactamente qué pasaba; pero veía a su madre histérica, los vidrios estallando por las explosiones y oía a los marinos gritar: “¡Abajo, protéjanse debajo de las mesas!” Los conminaban a no quedarse en el camarote por si había que saltar del barco o a los botes salvavidas. Eran varias naves y salieron en convoy, protegidas por barcos de guerra ingleses que los acompañaron por un par de días, pues se decía que había submarinos alemanes dispuestos a atacar:

“No atacaron, pero dormíamos vestidos, con una maleta al lado con lo más indispensable y se hacían ejercicios para practicar el salvamento cuando sonaba la alarma, como las de la defensa civil que ahora se acostumbran aquí en caso de los sismos, pero durante la travesía del barco. Lo recuerdo muy bien porque para los dos o tres niños que estábamos ahí era muy emocionante, pero me imagino que para mis padres no.”

La familia Stavenhagen llegó a Nueva York a fines de junio de 1940 y viajó en coche hasta la Ciudad de México, pues no podía permanecer en ese país, sólo se le permitió el paso por su visa mexicana:

“Realmente no veníamos como refugiados, aunque de hecho lo éramos, sino como inmigrantes… Hicimos como tres semanas de travesía, cruzando parte de los Estados Unidos y entramos a México por Laredo…”

–¿Su visa era de las famosas que dio el embajador Gilberto Bosques?

–No, yo conocí al embajador Bosques aquí en México años más tarde. Tuve el gran gusto y el gran honor de conocerlo cuando ya estaba más grande, retirado del Servicio Exterior. Él todavía daba visas un poco más tarde en el sur de Francia, en Marsella, cuando los alemanes la habían invadido, fue más o menos en la misma época en que nosotros logramos salir de Holanda.
Nacionalizado como mexicano, el investigador volvió a su natal Frankfurt, a la cual conoce bien, para dar conferencias en la Universidad Goethe como un reconocido académico.

Por un ideal

Casi toda su vida la hizo en México. Aquí se desarrolló profesionalmente. Al preguntarle por qué estudió antropología, dice animado: “Ah, eso es muy bonito”. Su padre coleccionaba arte prehispánico y mexicano (su acervo precolombino fue donado a la Universidad Nacional Autónoma de México y se exhibe en el Museo de Tlatelolco del Centro Cultural Universitario Tlatelolco), entonces llegaba a su casa gente interesada en el arte, amigos de su padre como los pintores Miguel Covarrubias y Diego Rivera:
“Mi madre fue amiga de Frida Kahlo, yo la acompañaba a veces a visitarla a su casa y Diego Rivera pintó un cuadro de mi madre. Ese era el ambiente en el que vivía. Ahí conocí a algunos antropólogos que hacían investigaciones en México, no sólo arqueológicas sino sobre la realidad del momento.”

Así entró en contacto con el matrimonio formado por el antropólogo danés Frans Blom y la fotógrafa suiza Gertrude Duby, quienes habían decidido vivir en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Era el verano de 1949 y Stavenhagen acababa de graduarse de la preparatoria y lo invitaron a visitar la Selva Lacandona. Le pareció un viaje fascinante. Pasó unos días en Oaxaca, donde conoció las ruinas de Monte Albán y Mitla; luego hacia San Cristóbal, pasó por Tuxtla Gutiérrez, el Sumidero, Zinacantán y Chamula, y finalmente llegaron en avioneta a la selva donde los recibieron en una finca.

Su padre lo conminaba a seguir sus negocios, pero él se negó, deseaba hacer una carrera universitaria vinculada al país donde vivía. Pensó en estudiar economía, pero lo ahuyentaron las matemáticas y las estadísticas, y optó por “algo más sustantivo en términos de problemas sociales”.

A su casa acudían también frecuentemente exiliados europeos, no sólo judíos, activistas políticos en México. Venían de países como Alemania, Francia, Checoslovaquia y muchos de la España franquista. Se hablaba de democracia, comunismo, de las atrocidades de Franco, y las brigadas internacionales. A su edad de entre 16 y 17 años eso le fascinaba. Algunos europeos proponían volver donde había terminado la guerra para construir “una nueva democracia”. Su padre tuvo ese propósito, pero su madre se lo impidió.
Cuando regresó de Chiapas, Stavenhagen se fue a Chicago a estudiar arte. Tomó clases con el antropólogo Robert Redfield, amigo del danés Frans Blom, quien había investigado en Yucatán y Tepoztlán. Al volver a México, dos años después, decidió definitivamente ingresar a la Escuela Nacional de Antropología e Historia, que estaba junto al Museo Nacional de Antropología, en la calle de Moneda 4, donde está el Museo Nacional de las Culturas:

“Conocí a toda la antropología en su conjunto, los que trabajaban en el museo, los arqueólogos, los antropólogos físicos que medían los huesos, los lingüistas que estudiaban los idiomas indígenas y los antropólogos sociales y etnólogos con que me identifiqué más porque estudiaban las comunidades y los pueblos indígenas, los problemas sociales, la cultura, la organización.”
Iba en su segundo año de carrera cuando comenzó a hacer trabajo de campo. Se construía por entonces la presa Miguel Alemán en el río Tonto, uno de los afluentes del río Papaloapan, en el norte de Oaxaca donde límita con Veracruz. Stavenhagen llegó como asistente del antropólogo Alfonso Villa Rojas, quien había trabajado con Redfield. Se preveía que con esta obra las aguas del río subirían e inundarían a pueblos indígenas mazatecos que habitaban la zona y había que desplazarlos.

“Ahí me comencé a enterar, a mis 21 años, de que todo era muy complejo. El gobierno había decidido hacer eso sin jamás consultar, ni pedirle permiso a los indígenas. Vi mucho drama humano y desde el principio cuestioné la política que era capaz de hacer algo y decir ‘es para el bien de los indígenas, eso es el progreso nacional, las presas son importantes porque van a irrigar, a generar energía eléctrica’. Todo eso, pero ¿para quiénes? No para los indígenas, me di cuenta inmediatamente.”
Recuerda que discutía con sus compañeros de qué lado estaban como antropólogos, si su labor era defender a los indígenas o eran sólo instrumento de un Estado burocrático con un plan tecnócrata para el cual los indígenas representaban un obstáculo.

Con esas inquietudes regresó a la escuela, pero un año más tarde volvió al Papaloapan enviado por el ya desaparecido Instituto Nacional Indigenista (INI). Los pueblos indígenas del viejo Ixcatlán habían sido reubicados en el poblado Nuevo Ixcatlán.
Con 23 años de edad era una especie de “cacique”, residente del gobierno federal en un pueblo indígena, “mandando la vida y suerte de todos”, pues decidía sobre la escuela, la salud, los créditos agrícolas, las obras, las viviendas, la justicia y la política. Fue para él un aprendizaje, en todos los campos. Precisamente en el de la política, recuerda que en unas elecciones fueron a hacer campaña dos candidatos a diputados del Partido Popular de Vicente Lombardo Toledano y del PRI. El priista, le pidió reunir a la gente para dar un discurso. Así lo hizo y al final se le acercó y le comentó:

–Profesor (“me decían profesor, porque yo no era ni ingeniero, ni licenciado, ni doctor, estaba estudiando antropología, pero de profesor no tenía nada”), desde luego usted se va a encargar de que esta gente vaya a votar ¿verdad?. A que voten por nuestro candidato.

El antropólogo se desconcertó, confiaba todavía en “el voto secreto”. Pero el otro le espetó:

“¡No, no profesor! Yo voy a hablar con el maestro Alfonso Caso, en el INI, para que toda su gente nos apoye con nuestra candidatura.”

Fue descubriendo situaciones que perviven cincuenta años después. Cuando decidió estudiar antropología confiaba –como buena parte de los jóvenes– en cambiar no el país, “¡el mundo!” Le tocó trabajar con esa política indigenista, quizá un poco “asistencial”, impulsada en su momento por Caso, como director del INI. El subdirector era Gonzalo Aguirrre Beltrán, a quien “yo admiraba mucho por su contribución intelectual”.

Lo impulsaba la idea de servir al país, a la gente, mejorar sus condiciones, eso “movió a toda una generación. Luego comenzó la crítica, la decepción, la burocracia, la corrupción, los intereses personales”. Eran como el movimiento YoSoy132, “que surgió espontáneamente”. Y había otros movimientos estudiantiles que fueron duramente reprimidos por el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines, hubo muertos y los líderes fueron encarcelados.

Se le comenta un video de YouTube donde una mujer confiesa que vendió su voto a los priistas por una despensa de la tienda Soriana, y dice que aunque es “una pequeña migaja” de lo que ellos obtendrán en seis años, al menos ya se la dieron. Y se le pregunta si no tiene la misma impresión de hace 50 años cuando inició su carrera, y por qué cree que la gente apoya al sistema que perpetúa su condición.

Reflexiona un momento, pero no expresa derrota. Ha sentido el mismo compromiso, ya sea en la lucha por la democracia, el movimiento estudiantil o una causa social. Se confiesa, por ejemplo, defensor en su momento del indigenismo, cuando sus compañeros lo instaban a hacer la revolución. Para él, ésa era una revolución en favor de los indígenas, los más pobres y aislados del país. Pensaba que incluso dentro del gobierno podían cambiarse las cosas.

“Luego me di cuenta que eso era una ilusión, pero había que seguir luchando en la trinchera donde a uno le toca.”

Sacar al buey

Recientemente, Stavenhagen dictó la ponencia “Los grandes problemas o cómo sacar al buey de la barranca”, en el foro Los grandes problemas nacionales. Diálogos por la Regeneración Nacional, realizado antes de las pasadas elecciones. Ahí analiza con detalle el impacto del neoliberalismo y establece que el tan anhelado crecimiento económico planteado como meta por las naciones “sigue generando la pobreza, la marginalidad, la informalidad (en la economía) y la desocupación”.

En tanto que en algunos medios se ha señalado que de llegar a la presidencia –si lo avala el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación– Enrique Peña Nieto llevará ese sistema instaurado por Carlos Salinas de Gortari a su culminación, se le pregunta al sociólogo si es posible aún hablar de desarrollo social:

“Sí. Y tenemos que hablar de desarrollo social porque el neoliberalismo está llegando al final de una etapa. Por la crisis mundial que vivimos, se ve claramente que el neoliberalismo a ultranza ha fallado a sus propios defensores en términos de crecimiento, que es lo que más le interesa (el aumento de la productividad y el crecimiento). No se sabe a dónde se va porque se están viniendo abajo las estructuras financieras con un impacto sobre la economía real.”

Desde hace tiempo se vio, continúa, que el neoliberalismo no ha dado respuesta a los problemas de redistribución del ingreso, justicia social y desarrollo equitativo, e incluso algunos de sus defensores como los Nobel de Economía Paul Krugman y Joseph Stiglitz han advertido que de seguir así habrá una catástrofe mundial. No ve en ello el fin del capitalismo y la instauración del socialismo, como se hizo hace décadas en algunos países, pero sí la necesidad de repensar el modelo.

Evoca una reunión reciente con colegas del Colmex, como Lorenzo Meyer y Sergio Aguayo, donde discutían sobre las elecciones pasadas. El sociólogo hizo ver que en la campaña los candidatos hicieron propuestas para ciertos problemas, como “parches”, pero ninguno presentó un proyecto global de país. Terció Meyer y le dijo: “Tienes toda la razón, necesitamos una utopía, aunque no se cumpla… Saber a dónde queremos que vaya este país y ninguno de los candidatos lo ha desarrollado”.

Stavenhagen respalda la idea no sólo porque “sería muy bonita una visión utópica y poder decir: ‘Ése es el país donde nuestros hijos y nietos deben vivir’. En esa visión se necesita un mínimo de convicción para decir qué estrategias poner en práctica para llegar a la meta”. Por desgracia, dice, la gente no está en eso ni piensa en quién estará en Los Pinos, sino viendo cómo sobrevivir, “vendiendo un voto por una despensa” y “de eso se aprovechan quienes compran los votos”. Hace falta pues una visión alternativa de país.

No es la primera vez que Stavenhagen participa en un foro sobre los problemas de la nación. De los muchos proyectos que ha realizado en su vida menciona dos, resultado de sus encuentros con los gobernantes en turno: La Dirección General de Culturas Populares, con Miguel de la Madrid, en la cual participaron Guillermo Bonfil y Leonel Durán. Cambió la concepción del indigenismo tradicional y abrió la participación de los pueblos indígenas en la defensa de sus propias culturas y existe aún adscrita al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

Otro es la Comisión Nacional de Derechos Humanos, surgida de la Academia Mexicana de Derechos Humanos, que fundó junto con Mariclaire Acosta, Jorge Carpizo y Aguayo. Nació de un encuentro con Carlos Salinas de Gortari, en el cual le habló de los informes de la ONU y organismos como Human Rigths Watch y Amnistía Internacional, respecto de los casos de desaparecidos, tortura e impunidad en México y que él “sabía perfectamente”.

–Si tuviera oportunidad de hablar con el próximo presidente ¿cuál le diría que es el problema más urgente?

–Al que hago referencia en mi libro El problema de la pobreza, de la desigualdad social y económica con todas sus secuelas, pero particularmente en la sociedad rural mexicana, incluyendo la indígena y la campesina.

No todos los campesinos son indígenas, ni todos los indígenas viven en el medio rural, muchos son migrantes en Estados Unidos. Pero hay enorme desigualdad e inequidad entre el México rural y el urbano, entre la llamada clase media y las pobres (le parece absurda la clasificación entre pobreza y pobreza extrema y ve en la idealización de la clase media “un viejo truco de la burguesía para negar las enormes polarizaciones sociales generadas por el sistema capitalista”). Se pregunta a quién engañan con que el crecimiento del país es la solución si no lo es ya en los países que han crecido, y redondea:

“En México tenemos todavía la oportunidad de cambiar de rumbo, pero no es a través de elecciones presidenciales manipuladas… No quiero que se diga que no creo en la democracia y en las elecciones. Sí, que haya elecciones, y que sean democráticas y sean transparentes y sean abiertas, pero eso no es suficiente. Se necesita la visión de país y estrategias de cambio social, político y económico.”

*Entrevista publicada originalmente en al edición 1865 de la revista Proceso del 28 de julio de 2012.





Fuente: Proceso
Autora: Judith Amador Flores
http://www.proceso.com.mx/461547/stavenhagen-utopia-mexico