viernes, 11 de marzo de 2016

A quince años de la Marcha del Color de la Tierra

Un día como hoy de hace 15 años, el 11 de marzo del 2001, entró a la Ciudad de México una de las movilizaciones más grandes y emotivas de la historia reciente. Cientos de miles de personas salieron a las calles de la ciudad de México para recibir a la delegación del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que llegó acompañada de representaciones de la mayor parte de los pueblos, tribus y naciones indígenas del país, a reclamar sus derechos y pugnar por una ley que los reconociera.
Un mes después de esta gran movilización, los tres principales partidos políticos de México (PRI; PAN y PRD), desconocieron estos derechos, traicionaron los Acuerdos de San Andrés y votaron una ley indígena que dio pie, posteriormente, al despojo de sus territorios.
A partir de ese momento la historia dio un giro. Los pueblos indígenas y los zapatistas regresaron a sus comunidades a seguir ejerciendo su autonomía, a construirla día con día, sin el permiso de nadie, a pesar de la gran ofensiva del Estado y de las transnacionales en su contra.
A continuación un texto de Angel Luis Lara, El Ruso, publicado en Desinformémonos en ocasión del décimo aniversario de la marcha.
Tres puntos suspensivos a diez años de la Marcha del Color de la Tierra
Ángel Luis Lara
1. Pese a lo multitudinario y masivo del proceso que supuso la Marcha del Color de la Tierra, su valor es más cualitativo que cuantitativo. Como el propio movimiento zapatista, la marcha tuvo la forma de un enorme y potente cúmulo de paradojas. Al mismo tiempo que la iniciativa apelaba al orden para que éste reconociera la autonomía y la cultura de los pueblos indios de México, su desarrollo diario iba activando una multitudinaria desocupación del orden por todo el país. A su paso, la marcha iba haciendo visible la dura realidad del México de abajo a la par que tejía un espacio político que ya no era el del orden, sino una esfera pública no estatal imposible de reconocer en las pautas tradicionales de los partidos y de las instituciones, una nueva cualidad de democracia, de comunicación, de política, de deseo de vida colectiva.
En este sentido, al mismo tiempo que la marcha apelaba al orden para que éste reconociera los derechos de los pueblos indígenas de México, se fugaba de él constituyendo la semilla de otro orden posible, de otro país. El hecho de que la propia iniciativa fuera posible, es decir, que la gigantesca infraestructura de tal movilización se construyera con la energía y el esfuerzo de la gente común, fue la prueba manifiesta de que esa propuesta de desocupación del orden era real y efectiva: durante todo su recorrido la marcha demostró que el México de abajo podía autogobernarse y autoorganizarse sin el poder. Durante esos días, los pueblos indios no sólo pusieron su bota manchada de barro encima del tablero de juego de los poderosos y se presentaron como el otro jugador, tal y como escribió el Subcomandante Marcos, además propusieron otro tablero y otro juego.
Desde este punto de vista, esa multitudinaria desocupación del orden que fue la Marcha del Color de la Tierra tuvo un carácter destituyente y constituyente al mismo tiempo: apelaba al orden para desnudarlo y con su paso iba arrancando de la tierra la imagen de otro orden posible. En realidad, con esa movilización los zapatistas no hacían más que actualizar la propuesta de oximoron que nos llavaban haciendo desde que supimos de ellos en 1994: la marcha nos invitaba a un éxodo colectivo más allá de las coordenadas del orden establecido a través, paradójicamente, de un evento que buscaba la inclusión de la autonomía y la cultura de los pueblos indios en el mismo orden establecido al que desafiaba. Muy probablemente esa contradicción en términos puede servir para definir la naturaleza y el sentido del zapatismo hasta esa fecha. La Marcha del Color de la Tierra ha sido quizá el acontecimiento zapatista que ha condensado de manera más bella y más potente la materialidad de otra política posible: la paradoja de un ejército rebelde que recorre desarmado un país y que, sin pegar un tiro, toma la plaza central de la capital arropado por cientos de miles de hombres, mujeres, ancianos y niños.
2. Toda política y todo movimiento debe, inevitablemente, confrontarse con la efectividad de sus actos: de la tecnocracia más sistémica a la izquierda más revolucionaria la acción siempre ha aparecido atada al problema de la eficacia. Pese a que muchos han hablado de la ineficacia zapatista para cambiar México y cambiar el mundo, apoyándose entre otras cosas en su incapacidad para hacer cumplir los Acuerdos de San Andrés y obtener el reconocimiento jurídico de la autonomía y la cultura de los pueblos indios en su país, el zapatismo ha sido una fuerza tremendamente efectiva. Prueba de ello es la experiencia de autogobierno que protagonizan los pueblos indígenas zapatistas en Chiapas y su laboriosa articulación de otras relaciones sociales posibles, tal vez la experiencia de comunismo más duradera y más multitudinaria que hayamos conocido hasta la fecha. Desde este punto de vista, y por raro que pueda parecer a propios y a extraños, pese a no poder cumplir el objetivo fundamental que se había propuesto la Marcha del Color de la Tierra constituyó un enorme ejercicio de eficacia política.
En primer lugar, como siempre había hecho el zapatismo hasta entonces, la iniciativa tuvo la capacidad de abrir una coyuntura política donde antes no la había: no sólo la marcha fue posible, y con ella que un grupo rebelde y enmascarado recorriera México sano y salvo y en abierta conversación con el país, sino que además consiguió articular un espacio de encuentro y de expresión capaz de tejer infinitas conexiones a escala local y planetaria. En segundo lugar, la Marcha del Color de la Tierra tuvo la capacidad de desnudar al orden institucional y a la clase política mexicana en su conjunto: el rechazo de los partidos a las demandas de los pueblos indígenas demostró, de izquierda a derecha, que la posibilidad real de cambio social no tiene su piedra de toque ni en las instituciones ni en los partidos. En tercer lugar, la movilización supuso un ejercicio de acción política masiva no identitaria y no ideológica, desde el respeto más radical y más incluyente a todas las diferencias: la marcha fue un espacio de los muchos en cuanto muchos. En este sentido, su acción en el campo simbólico y en los imaginarios prescindió de significantes, de unificaciones trascendentales, de hegemonías, de clichés manidos y de estéticas excluyentes. Su carácter eminentemente diferente y de diferentes se puso de manifiesto cuando fue la comandanta Esther y no Marcos quien tomó la palabra en la cámara legislativa mexicana: ese gesto demostró hasta qué punto los zapatistas eran algo distinto, inédito, muy otro. En cuarto lugar, en ese espacio diferente y entre diferentes que fue la marcha, los zapatistas y los pueblos indígenas fueron protagonistas, como ya lo habían sido en su construcción de los Acuerdos de San Andrés, de un brillantísimo ejercicio de enunciación que ponía sobre la mesa su eficacia para cambiar el sentido del derecho constitucional y agujerear la matriz del liberalismo político, desplazando el sujeto fundamental del derecho y de la ciudadanía del individuo a la comunidad y al colectivo.
3. Por el contenido de sus demandas, sus paradojas, sus potencias y sus eficacias, la Marcha del Color de la Tierra tuvo un alcance universal. Por su condición diferente y entre diferentes demostró poseer además un carácter multiversal. Ambas características hicieron que la iniciativa encontrara conexiones mucho más allá de los pueblos indios y de las fronteras de México: la marcha constituyó uno de los momentos más importantes de un vital ciclo de luchas sociales protagonizado por un movimiento global de movimientos que se articuló a escala planetaria a partir de la batalla contra la Organización Mundial del Comercio en la ciudad estadounidense de Seattle en noviembre de 1999.
La comunidad de formas, lenguajes y contenidos entre la marcha y el movimiento global colocó a la movilización zapatista en el punto álgido de un ciclo mundial de luchas conectado no sólo por una radicalidad común de oposición al capitalismo, sino por un cuestionamiento de las dinámicas tradicionales de la izquierda, de la representación política y de los partidos. El alcance de la enorme potencia de ese común creativo que expresaba el deseo colectivo de una nueva política y de un atravesamiento constituyente de la realidad a través del tejido de nuevas prácticas intitucionales, se puede medir por la dimensión de la reacción de sus enemigos. De manera simétrica, mientras el poder respondió a la Marcha del Color de la Tierra con una violenta estrategia de vacío, de desprecio y de intensificación molar y molecular de la guerra en Chiapas, el movimiento global de movimientos chocó contra dos auténticos golpes de estado a escala planetaria, uno de derechas y otro de izquierdas.
El primer golpe, protagonizado fundamentalmente por la administración Bush y las fuerzas mundiales neoconservadoras, tuvo en la instrumentalización de los sucesos del 11 de septiembre de 2001 el motor de un recorte generalizado de libertades y de una producción de pánico que contribuyeron decisivamente a ahogar la energía y la fuerza de la contestación global en un régimen general de guerra. El segundo golpe, encarnado por el chavismo y por las élites del llamado “socialismo del siglo XXI”, perpetró un asalto en toda regla al alcance y al sentido del movimiento global con una acción de restauración de las dinámicas tradicionales de la representación y una recuperación de la forma Estado como vector fundamental de la política.
Sin embargo, por el medio de esos dos golpes globales, de la ininterrumpida guerra local abierta en Chiapas y de la intensificación del proceso de descomposición de México por la acción del narcotráfico, las comunidades zapatistas no sólo han logrado resistir y profundizar su desafío social al capitalismo y su experiencia política más allá del Estado, sino que además han seguido y siguen protegiendo el común de la política para todos y todas. De ahí la pertinencia de su sentido y la vigencia imprescindible, a diez años vista, de su inolvidable Marcha del Color de la Tierra. Su deseo radical de democracia, de justicia y de una política nueva y muy otra sigue encontrando conexiones universales y replicando por el planeta, del zócalo de la Ciudad de México a la plaza cairota de Tahrir, a las calles de Túnez, de Teherán, de Trípoli, de Argel o de Atenas.

Fuente: Desinformémonos
Autor: Redacción
http://desinformemonos.org.mx/a-quince-anos-de-la-marcha-del-color-de-la-tierra/

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