El Dragonario: Derecho a la vida privada, al honor y a la propia imagen en redes sociales

jueves, 28 de agosto de 2014

Derecho a la vida privada, al honor y a la propia imagen en redes sociales

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: ERNESTO VILLANUEVA (ANÁLISIS)

MÉXICO, D.F: En general la mayoría de los cibernautas está a favor de la libertad de expresión sin límites en cualquiera de las modalidades de la era digital: buscadores, Facebook, Twitter, entre otros.

Durante mucho tiempo el avance de la tecnología acompañó esta postura por la asimetría de un sistema jurídico nacional para combatir ejercicios abusivos de la libertad de expresar o de informar. Ahora las cosas han cambiado.

Primero. De entrada debo decir que estoy a favor de la libertad de expresión con la mayor amplitud que sea posible y con las menores restricciones que sean necesarias en una sociedad democrática, bien para salvaguarda de bienes jurídicos colectivos o individuales.



Desde sus primeros años, Internet tuvo la gran ventaja de ser un medio inasible para el derecho. Se dio a fines de los noventas y principios del siglo XX un Estado de naturaleza que recuerda al Estado a que se refiere Hobbes en El Leviatán para referirse al “Estado natural” donde nada estaba prohibido y cada quien tenía una aparente igualdad de condiciones para defender sus derechos a diferencia de los medios convencionales donde el medio, el editor y el periodista tienen una ventaja inicial sobre la audiencia. En Internet esa simetría de iguales contra iguales es aparente. No se puede comparar los números de impactos de una cuenta de Twitter o de Facebook de una persona de a pie que aquella nutrida de contenidos por un equipo dedicado a esta tarea. De esta suerte, la igualdad se ha convertido en un buen deseo.  Los riesgos de que los derechos de la personalidad sean vulnerados en la red de redes van en aumento día con día. Desde el novio despechado que sube con su teléfono inteligente escenas de sexo con su pareja, posteo de caras con cuerpos desnudos a través de Photoshop, o difusión de escenas vejatorias escolares a través de las cuales el bullying escolar le da el tiro de gracia a la víctima de este ilícito hasta llegar a la suplantación de identidad y algunas otras formas donde pareciera que los derechos a la vida privada, al honor y a la propia imagen se encuentran a merced de quien tiene acceso a Internet, o sea potencialmente millones de personas. El derecho, tarde, pero poco a poco ha ido reaccionando frente a este fenómeno donde imperaba la libertad absoluta en beneficio del más fuerte.

Segundo. La defensa de los derechos al honor, a la vida privada y a la propia imagen ha ido ganando terreno en el aspecto normativo. Primero, en Alemania se dio vida a principios del 2000 a lo que se denominó “autorregulación regulada” en Internet que consiste en la obligación de que cada proveedor de acceso a la red debe contar con un código de ética y debe ser cumplido a través de defensores de la audiencia. Si no lo hacen el Estado retoma el código de ética del Consejo de la Prensa Alemana y pone un defensor de la audiencia pagado por el propio proveedor del servicio, los que en México serían Prodigy, Cablevisión, Axtel, entre otros. Este modelo tuvo un efecto disuasivo razonable y abrió una ventanilla para que las eventuales víctimas pudieran expresar sus agravios para terminar con estas violaciones a los derechos de la personalidad que se dan de tracto sucesivo; es decir, continuamente en el tiempo. Un poco más tarde se inició en Europa, Australia y Estados Unidos reformas legales o interpretaciones judiciales vinculantes para definir el concepto de “domicilio”, que en sentido restrictivo es el hogar, pero el concepto se ha ido ampliando a todo lugar donde no tenga derecho de acceso toda persona (el auto, los probadores de centros comerciales, la bodega de la tienda de abarrotes, etcétera). El domicilio sale a colación porque en México para iniciar una demanda judicial en materia civil procede, hasta ahora, en función del domicilio del presunto responsable. En Canadá, por ejemplo, la jurisdicción o competencia para conocer el caso puede ser ejercida incluso cuando el sitio web del demandado esté localizado en una jurisdicción extranjera” (Raymond E. Brown. The Difamation Law in Canada. 1999). En otros países, como el Reino Unido la Corte Suprema ha debido llenar el vacío de protección a estos derechos.


Tercero. A partir del 2006 ha surgido lo que en inglés se denomina “Libel Tourism” que nada tiene que ver con su traducción literal al español. Se refiere al mercado judicial para atraer a potenciales demandantes por presuntas afectaciones a su honor, vida privada y/o imagen, para lo cual ofrece un sistema legal amigable para el demandante, eficacia procesal y mejores costos del juicio. Tan es así que el Comité de Ministros del Consejo de Europa el 4 de julio del 2012 exhortó a sus miembros a terminar con el “Libel Tourism”. Ello, por supuesto, no ha sido así. El hecho de que la red de redes es transfronteriza, el derecho debe actuar de forma igual, aunque no se tenga una convención internacional que regule este fenómeno. Ganar en una Corte extranjera no es sólo que la autoridad jurisdiccional se pronuncie a favor del demandante y posiblemente se baje de internet el contenido lesivo a los citados derechos de la personalidad. No, la sentencia va aparejada de un pago de reparaciones y costas judiciales que son enviadas y aplicadas por las cortes de los países donde se encuentran los autores y los proveedores de internet que permitieron la difusión del contenido impugnado mediante crecientes acuerdos de reciprocidad. Estados Unidos ha ido limitando esos acuerdos de reciprocidad, pero ha regulado con menor rigor las faltas al honor, a la vida privada y/o la propia imagen  que Australia y muchos países europeos, para que se juzgue en su propio país. Hasta ahora en el mundo sólo hay un “refugio digital” que no acepta ninguna jurisdicción extranjera y se encuentra en Islandia.  En la búsqueda por proteger los legítimos derechos de la personalidad habría que tener cuidado que no haya un giro de 180 grados, de un mundo digital sin ningún límite  a unos que no sean los estrictamente necesarios de acuerdos a los estándares internacionales de derechos humanos.

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