El Dragonario: Casas de migrantes, entre el socorro y el amago

jueves, 28 de agosto de 2014

Casas de migrantes, entre el socorro y el amago

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: VERÓNICA ESPINOSA.

CELAYA, Gto. (apro).- El pasado 25 de junio, un grupo de migrantes hicieron alto en esta ciudad y se dirigieron al albergue Manos extendidas, pero encontraron las puertas cerradas.

La razón: las autoridades municipales hicieron a los encargados del refugio una serie de observaciones sobre el uso del suelo, por lo que tuvieron que dejar de prestar el servicio humanitario durante un mes, a pesar de que este punto es neurálgico para los indocumentados que  transitan por las rutas del tren hacia los distintos puntos del centro-occidente y del norte.

Situado en la calle de Graciano Sánchez 412, colonia Emiliano Zapata, el albergue no ha cumplido dos años en operación y en ese tiempo han prestado atención a alrededor de 3 mil 200 personas en tránsito, según estima su fundador y actual presidente de la asociación civil, Jorge Vázquez. Esa cantidad, dice, da una idea de la importancia que tienen los refugios en esta ruta del Bajío.



De los migrantes atendidos hasta ahora, 65% proceden de Honduras, 15% de Guatemala, 10% de El Salvador, y el resto de distintos puntos del territorio nacional.

Vázquez dice que 80% de los migrantes asistidos son varones y el resto se reparte entre mujeres y menores de edad. La mayor parte de ellos llega a este crucero estratégico del Bajío, acota, vía  Huehuetoca.

Según el responsable del albergue, una décima parte de los migrantes llega con una petición: que contacten a Migración porque quieren regresar a su país.

En esta ciudad no hay una estación migratoria, la delegación de control migratorio se encuentra en San Miguel de Allende, una población que alberga a un importante número de residentes estadunidenses y canadienses, en su mayoría jubilados.

Hasta hace unos cinco años, Jorge Vázquez veía pasar a los migrantes centroamericanos, y los creía “unos tontos por salir de su país, por dejar a su familia.

Pero Vázquez viajó a Guatemala y El Salvador, donde sufrió un imprevisto que lo dejó sin dinero. “Recibí toda la ayuda posible, fueron muy generosos conmigo, y también vi su realidad, cómo viven, cómo el agiotismo se los acaba porque los deja pobres y endeudados de por vida. Cuando volví a Celaya decidí hacer algo para devolver ese favor”.

Fundó la asociación Manos extendidas a los necesitados, A.C.; rentó la casa, y, con más improvisación y voluntad que conocimiento sobre lo que le esperaba, echó a andar el albergue.

Cuarenta camas (varias literas donadas por un particular anónimo) en varias habitaciones separadas por sexos; dos baños, el comedor, una sala para ver televisión y, más recientemente, un dormitorio para personas lésbico gay, componen las áreas principales de la casa.

Es 21 de julio, en la casa sólo están algunos jóvenes que realizan distintas tareas. Preparan tortas para entregarlas a los migrantes que siguen tocando las puertas, pero que no pueden quedarse a dormir hasta que el albergue sea reabierto, una vez que cumpla con una serie de condiciones impuestas por el municipio.

“Algunas son de Protección Civil; hemos entendido que son necesarias y nos estamos ajustando. Pero, sí hemos sentido presión, además de la económica”, dicen.

Vázquez confiesa que sus todos ahorros se han ido al albergue.

Por eso, el pasado 25 de junio lanzó un grito desesperado a través de Facebook:

“El tiempo ha llegado y la resolución es: A partir del 25 de junio de 2014, Manos Extendidas a los necesitados A.C., debido a que no se cuenta con fondos para gastos fijos y los recursos para concretar trámites, suspenderá actividades de manera temporal hasta que todo esté en orden con el uso de suelo que, supuestamente, pone en riesgo a los migrantes en caso de incendio. Esperamos contar con su ayuda, para pronto retomar actividades”.

El gasto operativo de 30 mil pesos mensuales es ya insostenible.

En julio, estudiantes de Trabajo Social, Antropología y Sociología de la UNAM, la Universidad de Guadalajara y el ITAM arribaron al albergue, cada uno con distintos proyectos de estudio e investigación, y se dieron a la tarea de proporcionar a los encargados del albergue nuevas herramientas para buscar la solidaridad de los celayenses; ordenaron donativos de ropa; pintaron, hicieron reparaciones, señalizaron las áreas y las salidas de emergencia y elaboraron un protocolo de seguridad.

Sin embargo, la Dirección de Desarrollo Urbano ha insistido en que la asociación acredite la propiedad del inmueble, o exhiba un contrato de arrendamiento que establezca que operará ahí en los próximos años.

“El municipio nos manda gente; el DIF nos manda gente, el Instituto Guanajuatense del Migrante nos manda gente. Y de repente, vienen a cerrarnos, en lugar de darnos el apoyo que les hemos solicitado desde que iniciamos. Estamos haciendo el trabajo que ellos deberían hacer”, reclama el presidente de la asociación civil.

Vázquez sospecha que una de las razones de los repentinos  requerimientos puede ser la intervención del personal de la casa en varios casos de abuso de policías municipales contra los migrantes, a algunos de los cuales ha acompañado hasta la Procuraduría Estatal de los Derechos Humanos, para interponer las quejas, y varias han prosperado.

Por ejemplo, el 18 de junio el alcalde panista Ismael Pérez Ordaz recibió la recomendación del expediente 05/2014/C-1, originado por la queja de un migrante salvadoreño, a quien los policías municipales mantuvieron retenidos cuatro horas por el solo hecho de pedir dinero en los semáforos.

El hombre estaba en proceso de ser repatriado y esperaba a Migración en el albergue. Ese día salió a “botear” para reunir algo de dinero, cuando fue detenido por los preventivos. El ombudsman estatal recomendó al alcalde Pérez Ordaz instaurar un procedimiento disciplinario a los responsables.

El albergue también se quedó sin los rondines de vigilancia que hacían elementos estatales. Había solicitado el apoyo del Mecanismo de protección para defensores de derechos humanos y periodistas, debido a amenazas recibidas a algunos de sus voluntarios. “Ya enviamos un escrito para que lo reactiven, ignoramos por qué retiraron la vigilancia.

Posteriormente, la Junta de Agua Potable, que condonaba al albergue el cobro por el consumo de agua, repentinamente le suspendió el servicio. Ahora se tiene que pagar.

A pesar de las carencias y las presiones, Jorge Vázquez sabe que si siguen llegando migrantes es porque la voz ha corrido y el lugar ya forma parte de la ruta migratoria.

“Los mejores difusores de los albergues son los propios migrantes. Si en un albergue los tratan mal, o está en malas condiciones, o la policía los está molestando, ellos te lo hacen saber tarde o temprano”, dice.

Un domingo de julio, bajo el puente de las vías, Vázquez vio a un grupo de centroamericanos, casi todos garífunas. “Me dio tristeza. No les pude decir que pasaran a la casa porque nos tienen cerrados”.

El pasado 22 de julio el albergue reabrió sus puertas, con todo y la precariedad para subsistir. “Comida nunca nos falta, todos los días la recibimos de la gente de los mercados de la ciudad, que es muy generosa”, subraya su fundador.

Cada día, el personal del albergue visita un mercado distinto: el Morelos, el Hidalgo, el tianguis Emiliano Zapata, la central de abastos, El Dorado. Voluntarios de la iglesia de la Sagrada Familia también llevan alimentos a diario. Nunca falta.

En vísperas de la reapertura, la Coordinación de Protección Civil y Bomberos realizó una inspección al albergue al término de la cual dictaminó que no se podía seguir prestando ayuda humanitaria, porque, de acuerdo con las autoridades municipales, se ponían en riesgo la integridad física de los migrantes.

Tres extinguidores, seis metros de manguera de uso rudo; señalamientos de rutas de evacuación y 10 detectores de humo fueron instalados en la casa. “A partir de hoy, se continuara brindando ayuda humanitaria en el albergue; sin embargo, no se descarta en un futuro buscar un espacio que se adecúe a las necesidades cada vez más constantes, debido al creciente aumento de la migración…”, escribió Vázquez en su muro de Facebook.

Sin embargo,  el gobierno municipal celayense tiene otra versión. “Manos Extendidas aún no cumple con todos los requisitos que tiene que entregar a Desarrollo Urbano, solamente le quedan 20 días para que lo hago en caso de no ser así será cerrado de manera permanente”. La fecha límite este 20 de agosto.

“Ya no se dará otra prórroga, hasta el 20, a menos que ellos que pongan alguna otra cuestión de que van a reubicarse o no sé todavía no nos han dicho nada”, declaró Antonio Fuentes Malacatt, director de Desarrollo urbano municipal.

En el refugio un salvadoreño y un hondureño hacen trabajo como voluntarios. Llegaron hace cuatro meses y decidieron quedarse en esta ciudad, donde consiguieron un empleo y el resto lo dedican a actividades propias del albergue.

Cipriano Antonio tiene 23 años. Es de El Salvador. “Dicen que Celaya es un punto rojo de inseguridad, pero nada comparado con mi país”, señala a la reportera, mientras maneja la computadora en la oficina del presidente de la asociación.

“Allá estamos entre las pandillas que viven de la extorsión; si no nos unimos, nos acaban matando en las guerras entre ellas. Un título no sirve para encontrar trabajo, si no conoce uno a alguien dentro de la empresa, de la fábrica. Ahorita estoy trabajando en una cartonera, quiero conseguir mis papeles aquí pero cuesta mucho dinero. Me iría a mi país a visitar a mi familia. Pero regreso a Celaya”.

Casa de Migrantes de Irapuato: pura necesidad

Hace cuatro años, los migrantes centroamericanos que hacen escala en esta ciudad dejaron de tocar a cuanta puerta podían de las casas de la colonia La Pradera, a unos metros de las vías del tren.

En el inmueble de la esquina entre las calles Río Silao y Río Balsas opera la Casa del migrante, desde el 1 de junio de 2010. Fue por pura necesidad.

Originalmente iba a ser un albergue para indigentes, confiesa la encargada, Guadalupe González. Pero justo por esos meses, se comenzó a notar en la ciudad una creciente presencia de migrantes procedentes del sur. “Todo el mundo los botaba y les cerraba las puertas”, cuenta.

En la disyuntiva, optaron por recibir a los migrantes, en su mayoría hondureños, salvadoreños y guatemaltecos. Desde aquí trazaban la ruta hacia el norte: el tren tiene varias salidas a Guadalajara, dos a Torreón, que pasan por Lagos de Moreno. O se desplazan a Celaya para salir de ahí a San Luis Potosí y seguir por la peligrosa ruta de Laredo y Reynosa.

Los migrantes son la prioridad, pero no son los únicos. En realidad, la casa nunca ha cerrado sus puertas a algún indigente o a personas de la tercera edad que son llevados por policías, el DIF o personas que los ven en la calle y ya saben que ahí los recibirán.

Es 29 de julio, la línea telefónica está cortada. No se pudo completar lo del pago mensual en la fecha límite. Se tienen donadores permanentes “que no nos fallan”, dice la encargada. Pero los gastos no siempre alcanzan a ser cubiertos, algo tan común en éste y otros albergues.

Lo que nunca falta es la comida. El arroz –que es lo que mejor comen los huéspedes de paso–, vegetales. Ya se sabe que no les gustan mucho los frijoles, y tampoco el chile. Les parece raro que los mexicanos coman nopales, y no acaban de acostumbrarse a su sabor.

Un donante anónimo suele enviar con cierta frecuencia 10 o 15 pizzas a la casa. Otro paga el salario íntegro de la cocinera, doña Bertha, una mujer mayor que pide seguir haciendo los guisos mientras pueda.

“Hemos tenido hasta 110 en un día, y todos comen”, dice Ramiro, una de las cuatro personas que cubren los dos turnos en la casa. Es carpintero y en su tiempo libre, atiende un pequeño taller. Pero la mayor parte del tiempo lo ocupa en la casa.

Esta casa –que es rentada– recibe un promedio de 850 a 900 migrantes al mes, aunque en las últimas semanas el número disminuyó, refiere. No más de 700, 730 en el mes de junio, y un número similar en julio.

“Es que en varias estaciones ya no los dejan subir al tren”, señala Ramiro. Sabe, porque los mismos migrantes llegan contándolo, que en Escobedo –por Celaya–  el personal tiene órdenes de impedirles que suban a los vagones.

A raíz de la “alerta migratoria” declarada por el gobierno de Estados Unidos, los nutridos grupos de garífunas que estuvieron arribando en los primeros meses del año a estos rumbos –en su mayoría niños acompañados por algunas mujeres, en grupos de 40 o más personas– también cambiaron su dinámica, y aquí se percibe con claridad: ahora se dispersan en grupos pequeños, de diez en diez más o menos. Uno de estos pequeños grupos sube al tren; otro al siguiente, así sucesivamente.

En las 24 horas que pueden permanecer en los albergues, los migrantes aprovechan para bañarse, dormir un rato, alimentarse y desgranar historias del camino andado. Este bagaje de experiencias se almacena y pasa a los próximos en llegar, mientras éstos se registran; guardan sus cosas y los pocos documentos que traen en una caja de seguridad en la oficina, donde se controla el teléfono para la llamada a la que tienen derecho.

“En Coatzacoalcos está durísima la delincuencia; los agarran en el tren y les quitan 100 dólares a cada uno, cuando los traen…hace como dos meses nos llegó un grupo de Matamoros. Eran 40 y los secuestraron; les pedían a sus familiares 7 mil dólares”, narran.

Hubo quienes los pagaron y así los iban soltando. Otros se quedaron. Los que pudieron tomaron el camino de regreso. En Irapuato, contaron que ya iban de regreso a Honduras.

De aquí se van con la certeza de que viajar a Monterrey es una ruta rápida, pero peligrosa; que es más seguro irse por Guadalajara hasta Mexicali, pero el recorrido es doblemente largo. Y que aún en esa vía hay puntos de cuidado, como Benjamín Hill.

“De alguno u otro modo, todos pasan por aquí”, dice Ramiro, quien señala que a esta casa han llegado también migrantes cubanos y, recientemente, españoles, además de los mexicanos del sur que pretenden entrar a los Estados Unidos.

Cuando abrieron la casa, fueron los vecinos quienes comenzaron a enviar a los migrantes que tocaban a sus puertas al edificio de dos plantas en la esquina de Río Balsas y Río Silao. Luego, lo hicieron los vigilantes de las vías; los policías municipales, y civiles que simplemente los encontraban bajo los arbustos y los acompañaban al albergue.

Pero cuatro años después, la incomodidad de varios de los vecinos se ha hecho manifiesta. Achacan a los migrantes robos, inseguridad, acoso a las mujeres que pasan por esas calles.

“La coincidencia con la ola de violencia que comenzó en el país y el arribo de más migrantes ha sido desafortunada porque se les cree responsables”, expresa Guadalupe González.

Y añade:

“Es frustrante que cualquier cosa que pase en la colonia se la achaquen inmediatamente a ellos. Yo no puedo exculparlos o decir que en algunos casos no cometan delitos. Quizá algunos lo hagan, pero en la casa hay reglas, orden, planeación; salen lo menos posible y solo por unos minutos, precisamente para no molestar a los vecinos. Hemos tenido que imponer reglas carcelarias para, supuestamente, generar tranquilidad”.

Aun así, hace un par de meses la presión aumentó, cuando un grupo de vecinos acudió con el presidente municipal, el panista Sixto Zetina, para pedirle que cerraran la Casa del Migrante de Irapuato.

Funcionarios del municipio convocaron a la encargada de la casa, y la sentaron con los vecinos inconformes. Nos sugirieron que nos darían un plazo para mudarnos, cambiar la casa a otra colonia. “Queremos que se vayan ya, ya”, dijeron los vecinos. En la reunión había personal de Seguridad Pública, del DIF, quienes, en este doble discurso oficial, frecuentemente están enviando a migrantes, indigentes, ancianos, a este albergue.

“El gobierno municipal no se quiere hacer cargo de esta comunidad. Tanto así que no nos ha cerrado, aunque no sabemos si nos obligará a reubicarnos. Pero aquí recibimos a toda esa gente, no solo a los migrantes. Hemos tenido mujeres embarazadas, enfermos desahuciados.

Guadalupe González lamenta esta posición de encono que, dice, es producto del desconocimiento. “Dicen que ha crecido el número de migrantes porque está la casa. No saben que Honduras se deshizo en los últimos cuatro años”, subraya.

Es mediodía de domingo cuando María y Sara, hermanas, tocan el portón metálico de la casa en Irapuato. Minutos antes, llegaron a la central de autobuses en un camión desde Puebla. Unos días atrás, se escaparon de un grupo de traficantes que se subieron en el tren en Arriaga, donde ellas lo abordaron, huyendo de la pobreza en su natal Escuintla, en la costa de Guatemala.

Salieron de Escuintla el 11 de julio. “Nos montamos en el tren en Arriaga, pero sí está peligroso. Hay unas personas malas”, dice María, con sus 28 años, sus cinco meses de embarazo y un marido al que dejó porque tiene, dice ella, el peor de los vicios.

“No le avisé; por irresponsable ahí lo dejé. Es mujeriego”.

Junto con María y Sara, en Arriaga se montaron también al tren un grupo de traficantes. En Tierra Blanca les anunciaron a los migrantes que hacían este viaje que, o les pagaban cien dólares, o ahí mismo los hacían bajar para que fueran asesinados por los “mareros”.

“Un solo hombre traía a 60 personas”.

Amenazadas, presas sobre el tren, las mujeres tuvieron que continuar hasta Orizaba, donde todo el grupo fue bajado. Y ahí ellas lograron escaparse.

“Los hombres que nos traían se pusieron a hacer comida. Les dijimos que íbamos a tocar a una casa para pedir un suéter porque hacía mucho frío. Y le corrimos. Tuvimos que dejar las mochilas, la ropa que traíamos”.

Pudieron abordar un camión; se quedaron otros días en Puebla. Llegaron a Huehuetoca, pero les dio miedo entrar al albergue. “Está muy feo, hay puros mareros, de ver el lugar ya no entramos. Buscamos trabajo, pintando, lavamos trastes, de todo”, dice Sara, y muestra su blusa con restos de pintura.

Antes de entrar, Sara, la menor de las dos, dice que su novio las está esperando en una ciudad de la frontera norte de México, donde trabaja en una taquería, así que descansarán las horas que puedan en el albergue y saldrán en autobús. “Dice que allá hay bastante trabajo; vamos a ver si de ahí nos movemos o nos quedamos. Pero ya no vamos en el tren”.

–¿Y tu hijo nacerá en México? –va la pregunta para María.

“No sé”.

-¿Te gustaría?


“No. Mejor del otro lado”.

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