viernes, 2 de mayo de 2014

El neoliberalismo: la máquina del tiempo que nos devolvió al siglo XIX

FUENTE: REVOLUCIÓN 3.0
AUTOR: CARLOS BAUER.

(01 de mayo, 2014).- Hacia 1780 se inició uno de los cambios más importantes en la historia de la humanidad: la Revolución Industrial. Una serie de innovaciones técnicas comenzaron un acelerado proceso de industrialización en los países europeos más avanzados, acabando en el espacio de sólo un siglo con las relaciones sociales y las formas de producción que se habían establecido en Europa tras la caída del Imperio Romano más de mil 200 años atrás.

Una de las consecuencias más impresionantes de estos cambios fue el surgimiento de gigantescos centros industriales habitados por millones de personas que trabajaban en fábricas y minas.

Al principio, las innovaciones afectaron principalmente a la industria textil y no alteraron mucho el paisaje, salvo por el cultivo masivo del algodón y el uso de las tierras donde antes se producían alimentos para la cría de ovejas (quizá suene raro para quienes imaginamos la Revolución Industrial como un mundo de tecnologías asombrosas, pero el éxito industrial de Gran Bretaña fue impulsado por sus exportaciones de tejidos de lana). Sin embargo, con la invención de la máquina de vapor surgiría el símbolo por excelencia de esta era, el ferrocarril.



Éste destruyó las distancias naturales y unificó el mundo, permitiendo que las mercancías –y los ejércitos– llegaran en cuestión de días a donde antes tomaba meses. Pero estos cambios no se dieron de manera natural. A inicios del siglo XIX, la población europea, como la del resto del mundo, se dedicaba a las actividades agrícolas; en 1830, Europa sólo tenía una ciudad de más de un millón de habitantes –Londres– y una de más de medio millón, París. Los campesinos obtenían sus medios de vida de la tierra que trabajaban, mientras que las manufacturas eran producidas por artesanos organizados en gremios cerrados. Para que el nuevo modelo industrial pudiera funcionar, tuvieron que destruirse los medios de vida tradicionales: los campesinos fueron despojados de sus tierras para obligarlos a emigrar a las ciudades, y los artesanos fueron desplazados

Las fábricas carecían de cualquier medida de seguridad, pues se consideraba que los obreros eran completamente desechables. No había seguridad social, si un obrero sufría un accidente que lo incapacitara para trabajar, simplemente se le despedía. Las jornadas de trabajo alcanzaban hasta las 16 horas diarias, y ésta fue la época dorada de la explotación infantil en el Viejo Continente. Las duras condiciones de trabajo pasaban factura a la salud de los trabajadores, cuyas “vidas útiles” terminaban entre los cuarenta y los cincuenta años, después de los cuales estaban demasiado enfermos para trabajar. Por ejemplo, “en 1842, el 50 por ciento de los pulidores de metales de treinta años, el 79 por ciento de los de cuarenta y el 100 por ciento de los de más de cincuenta estaban enfermos de los pulmones”. La situación de los mineros, que trabajaban sin ninguna protección contra el polvo y los gases tóxicos, era todavía peor. Por supuesto, no había ningún plan de jubilación ni asistencia.

Ésta fue la época en que surgió el mito del “libre mercado”. Pero los hombres, mujeres y niños que trabajaron para construir las sociedades industriales no soportaban esas condiciones de vida por su propia voluntad. Las jornadas de trabajo en las fábricas eran tan extenuantes y estaban tan mal remuneradas, que muchos obreros preferían mendigar a dejar su vida ante una máquina. Pero ni siquiera se les dejaba esta opción: en 1834 Gran Bretaña reformó su Poor Law –“Leyes de Pobres”, que supuestamente tenían como propósito ayudar a los más desfavorecidos–, estableciendo que quien no tuviera un trabajo fuera recluido en centros denominados workhouses, campos de trabajos forzosos donde debían desempeñarse labores degradantes y donde a los internos no se les permitía ver a su mujer ni a sus hijos.

Además, al principio de la Revolución Industrial operaron las Master and Servant Acts —leyes de Amos y Criados—, las cuales permitían encarcelar a los trabajadores que violaran su contrato (por supuesto, ninguna ley permitía encarcelar a los patrones que incumplieran el contrato). Pero a mediados del siglo XIX esta estrategia fue cambiada por el acortamiento de la duración de los contratos y la frecuencia de los pagos. En vez de obligar a los trabajadores a firmar contratos abusivos a largo plazo, se les pagaba por semana, día o incluso por hora, haciendo que su vida pendiera siempre de un hilo. Esto permitía a los empresarios tener el control total de las vidas de los obreros; en una crisis hasta un tercio de los trabajadores podían quedarse desempleados de un día para otro.

Aunque muchos trabajadores quedaron desmoralizados por este panorama, también hubo quienes intentaron mejorar sus condiciones de vida organizándose para lograr un trato humano en las fábricas. Así surgieron los primeros sindicatos y partidos políticos de masas, los cuales fueron ilegales durante la mayor parte del siglo XIX y en muchos países hasta bien avanzado el XX. Estar sindicalizado o participar en una huelga convertía al trabajador en un criminal que era perseguido con toda la fuerza del Estado. Los patrones crearon –con permiso de los gobiernos– las célebres “guardias blancas”, escuadrones de la muerte que masacraban a los obreros que intentaran organizarse para pedir cosas que hoy se consideran derechos humanos básicos, como la jornada laboral de ocho horas.

Esta situación prevaleció en Europa y Estados Unidos hasta la Primera Guerra Mundial. En América Latina la situación de los trabajadores no era mejor, pero todavía predominaba el trabajo agrícola preindustrial. Al concluir la guerra, Europa estaba devastada y había surgido en el horizonte un nuevo actor que trastocó las relaciones entre la burguesía y la clase obrera. La creación de la Unión Soviética tras la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia sembró el pánico entre la clase burguesa de Occidente: un movimiento socialista había tomado el poder, quedando como ejemplo para los trabajadores de todo el mundo. La perspectiva de sufrir el mismo destino que los capitalistas rusos puso en alerta a los gobernantes y propietarios europeos.

Los movimientos obreros fueron reprimidos con una brutalidad ilimitada para mandar el mensaje de que no se toleraría ningún intento de mejorar la vida de los trabajadores. En los años veinte en Italia y en los treinta en España y Alemania se hicieron con el poder los movimientos fascistas, que proscribieron todos los sindicatos que no pertenecieran al Estado y emprendieron la sistemática eliminación de los dirigentes obreros y de todas las personas de ideas socialistas. Los demás países apoyaron a estos gobiernos totalitarios y callaron ante los abusos cometidos –una prueba muy simbólica de este apoyo a los regímenes fascistas es que en 1934 la Copa Mundial de Fútbol se llevó a cabo en Italia y los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín, sin que ningún país occidental los bloqueara, como sí boicoteó Estados Unidos los Juegos Olímpicos de 1980 en Moscú, haciendo que otros 64 países se negaran a participar.

Pero después de que Hitler llevara a Alemania a la guerra y desencadenara la mayor catástrofe humana de la historia, quedó dolorosamente claro el peligro de apoyar regímenes totalitarios para mantener los movimientos obreros a raya. Los más de 50 millones de muertos que provocó la Segunda Guerra Mundial, más los costos económicos incalculables, obligaron a los empresarios y los gobiernos a emprender reformas sociales que llevaran a una distribución más justa de la riqueza. Los treinta años que sucedieron al final de la guerra fueron los de mayor crecimiento económico y estabilidad en la historia del capitalismo. Fueron también, tanto en las naciones desarrolladas como en América Latina, los años en que más se redujeron los niveles de desigualdad, aunque en nuestra región nunca dejaron de ser los más elevados del mundo.

Los pactos entre sindicatos y empresas, los elevados salarios que estimulaban el consumo, la industrialización de zonas rurales, la seguridad social que permitía a los trabajadores contar con un respaldo en caso de enfermedad, y otros elementos del capitalismo de posguerra contribuyeron a crear un mundo de clase media como nunca se había visto. El analfabetismo fue erradicado del mundo industrializado y el conocimiento se convirtió en la mayor fuente de riqueza. Incluso en Estados Unidos, el país desarrollado que menos impulsó la seguridad social, se dieron condiciones para un abatimiento de la desigualdad. Por ejemplo, en esta época el costo de las hipotecas era tan bajo que para los trabajadores resultaba más barato comprar una vivienda en los suburbios que rentar un departamento, por lo que la mayor parte de los estadounidenses pudo contar por primera vez en su vida con casa propia.

En otros países no existió este tipo de “democratización de la propiedad”, pero el bienestar se sostuvo por políticas públicas en vez de consumo individual. En Francia, por ejemplo, persistió el alquiler más que la compra de vivienda, pero las jubilaciones y otras prestaciones sociales garantizaban que ninguna persona que hubiera trabajado a lo largo de su vida se quedara sin vivienda en caso de incapacidad o vejez. En América Latina este capitalismo del bienestar fue mucho más limitado y nunca logró los niveles de prosperidad alcanzados en Europa occidental, Estados Unidos y Canadá, Japón y Corea del Sur o Australia y Nueva Zelanda. Aun así, la creación de una clase media fue una realidad.

Todo esto se acabó a mediados de los años setenta, cuando el modelo de Estado de bienestar entró en crisis. Se alcanzaron los límites de la expansión de esta forma de capitalismo y esto se reflejó en una crisis de la deuda, pues la contracción de los ingresos impidió a los Estados cumplir los compromisos adquiridos para financiar las políticas sociales. Al agotarse el crecimiento, las empresas no pudieron sostener los costos laborales sin merma para sus niveles de ganancias. Cuando la economía estaba en rápido crecimiento, podían subir las ganancias de los dueños al mismo tiempo que los salarios de los trabajadores; en el nuevo escenario había que elegir.


La respuesta fue brutal. En los años que siguieron a la década de los setenta, las condiciones de vida de los trabajadores no han dejado de deteriorarse. Las economías de todo el mundo pasaron de crecer a un ritmo promedio de más de 6 por ciento anual durante 1940-1980 a hacerlo a sólo 2 por ciento desde esa década, y todo el costo de la desaceleración se ha pasado a los trabajadores.

Tomado de “Disminución de la tasa de trabajadores sindicalizados en México durante el periodo neoliberal”, de Roberto Zepeda Martínez














Con el pretexto de que los altos salarios provocaban inflación y frenaban las inversiones, se desarrolló una política de “contención salarial” que ha mantenido el aumento de los salarios por debajo de la tasa de inflación, lo que en los hechos significa que las percepciones de los trabajadores avanzan a un ritmo más lento que el costo de a vida. Es decir, cada vez alcanza para menos. Desde la década de 1980 los sueldos se han mantenido estancados en términos reales (lo que se puede adquirir con el salario) aunque hayan aumentado en términos nominales (la cantidad de dinero recibida).

Estas medidas, que con los años recibieron el nombre de neoliberalismo, fueron impulsadas por un grupo de economistas conocido como los Chicago Boys y cuyo miembro más destacado fue Milton Friedman. Estos economistas sabían que sus propuestas eran tan brutales y tan destructivas de las condiciones de vida de los trabajadores que los primeros países donde las aplicaron no fueron las economías avanzadas sino naciones sudamericanas en las que recientemente habían llegado al poder dictaduras militares. El primer país donde se aplicó fue Chile, en donde la dictadura de Augusto Pinochet había asesinado u obligado a exiliarse a todos los opositores. Friedman incluso viajó a Chile en 1975 para dictar una serie de conferencias; ese año, chilenos que habían sido alumnos suyos ocupaban los puestos más prominentes en el gobierno de Pinochet.
Si hubo un factor que determinó las vidas de los obreros del siglo XIX, ése fue la inseguridad. Al comienzo de la semana no sabían cuánto dinero podrían llevar a sus casas al finalizar aquélla. No sabían cuánto iba a durar su trabajo, o, si lo perdían, cuándo podrían conseguir otro empleo, o bajo qué condiciones. No sabían cuándo iban a encontrarse con un accidente o una enfermedad y, aunque eran conscientes de que en un cierto momento de su vida, en la edad madura —quizá a los cuarenta años para los obreros no cualificados, o a los cincuenta para los más capacitados—, serían incapaces de llevar a cabo, en toda su extensión, el trabajo físico de un adulto, no sabían qué les pasaría entre este momento y la muerte. […] Incluso en los trabajos más cualificados no existía ninguna certidumbre: durante la depresión de 1857-1858, el número de obreros de la industria mecánica berlinesa disminuyo casi un tercio. No había nada semejante a la moderna seguridad social, excepto la caridad y la limosna para la miseria real, y en ocasiones en muy escasa medida. – Eric Hobsbawm, La era del capital.
Este panorama de la vida obrera del siglo XIX ilustra a la perfección las consecuencias que han traído consigo las tres o cuatro décadas –según cada país– en que se han aplicado las ideas de Friedman. Hoy el mundo es tan desigual –la diferencia entre lo que ganan los más ricos y los más pobres de cada sociedad– como a principios del siglo XX. Chile es el país más desigual de América Latina. Esta desigualdad es producto de políticas basadas en la idea, hasta ahora nunca demostrada, en ningún país del mundo, de que si se crean las condiciones para que los ricos se vuelvan más ricos, eventualmente su riqueza comenzará a “derramarse” hacia los estratos inferiores”. El planteamiento es que si se deja a los ricos que acumulen libremente, tendrán más dinero para invertir y por lo tanto se crearán más empleos y habrá mayor bienestar.

El problema es que hasta ahora esto no ha sucedido, y tampoco sucedió en el siglo XIX, cuando se aplicaron las mismas políticas que ahora se presentan como novedosas. La realidad es que la mayor parte del dinero que hoy se mueve en el mundo no proviene de actividades productivas –es decir, de la industria que crea mercancías y empleos–, sino del sector de servicios que genera muy pocos empleos y de la actividad especulativa, que no genera ninguno en absoluto. Además, como se parte de la premisa de que los salarios deben ser tan bajos como sea posible, los pocos empleos que se crean tienen remuneraciones pésimas.

En México, 10 millones 145 mil 865 personas ganan 1 salario mínimo, es decir, mil 615 pesos al mes. 11.8 millones ganan entre uno y dos salarios mínimos, por lo que 4 de cada diez trabajadores en México ganan menos de 4 mil pesos al mes, con los que, según la Constitución, debe alcanzarles para cubrir las necesidades básicas suyas y de sus familias.

Esta situación se repite en todo el mundo. Uno de los ejemplos más dramáticos es España, un país que tuvo un enorme crecimiento desde el fin de la dictadura de Francisco Franco en 1985 y cuyos ciudadanos se consideraban ya plenamente integrados al primer mundo. Con la crisis iniciada en 2007, todos los avances sociales han sido cancelados para mantener las ganancias corporativas. El fenómeno por el que se recortan los salarios y las prestaciones laborales se denomina precarización, y se refleja en la pérdida de expectativas de encontrar un empleo estable y bien remunerado, incluso para las personas con alto nivel de estudios. Como asienta la periodista Laura Zamarriego Maestre, “según el estudio Crisis y contrato social: los jóvenes en la sociedad del futuro, cerca del 50 por ciento de los españoles entre 18 y 24 años aceptaría cualquier trabajo, en cualquier lugar, a pesar de que el sueldo fuera muy bajo. De hecho, un 85 por ciento de ellos considera muy probable tener que trabajar en lo que sea, así como depender económicamente de sus familias en un futuro próximo”.

A quienes crecieron durante la década de los noventa se les inculcó la idea, que entonces era de sentido común, de que estudiar era el camino más seguro hacia el éxito y la estabilidad económica. Durante algunas décadas esto fue cierto, pues había una correlación evidente entre el nivel de estudios y el de ingresos, así como con el tipo de trabajo al que podía aspirarse. Pero con la precarización laboral muchos jóvenes profesionistas o posgraduados se han visto a sí mismos mintiendo no para aparentar que tienen más, sino menos preparación de la que realmente cuentan. Surgió un término que designa a quienes tienen más estudios de los que deberían: sobrecalificados.


Como los únicos empleos disponibles se encuentran en trabajos de bajas remuneraciones y que requieren mínima preparación, quienes invirtieron tiempo y dinero en su educación se ven forzados a aceptar lo que encuentren. En palabras de Zamarriego, “el miedo a la desocupación, condicionado por los elevados índices de desempleo, es evidente: los que tienen trabajo, temen perderlo. Aquellos que no lo tienen, temen no encontrarlo. Por eso muchos jóvenes aceptan empleos bajo condiciones indignas, y en ocasiones también ilegales”.
Se podía leer este anuncio en un portal en internet: “Buscamos dependienta para trabajar 2 meses no remunerados (de prueba). De lunes a sábado, 8 horas al día con horario partido. Después de los 2 meses, si se logra el nivel de ventas esperado, se la pagaría por día trabajado, cada vez que la llamemos para que venga”.
Y, como los trabajadores del siglo XIX, los de hoy no saben lo que les espera cuando sus cuerpos comiencen a fallar y no puedan seguir trabajando. Aunque legalmente la edad para el retiro en México es de 65 años, son muy pocos quienes podrán dejar de trabajar voluntariamente. Según el director de ahorro de la aseguradora Zurich, sólo el 20 por ciento de los mexicanos tiene suficientes ingresos como para poder destinar una parte de ellos a su ahorro para la vejez. Además, en los 17 años transcurridos desde que se privatizó e individualizó el sistema de ahorro para el retiro, los trabajadores sólo han logrado ahorrar un promedio de 40 mil 668 pesos. Esto significa que “cuando se cumplan 25 años del esquema de pensiones y los primeros trabajadores tramiten su retiro, el saldo promedio será de 61 mil 573 pesos, lo que alcanzará sólo para pagar 2 años y medio de pensión”, de acuerdo con un asesor de la Cámara de Diputados.


Existe una clara advertencia para quienes hoy comienzan o se encuentran a la mitad de su vida laboral: en 2010, más del 80 por ciento de los mexicanos de 65 años o más estaba en algún grado de pobreza o con carencias. Si no cambian las actuales condiciones, 8 de cada 10 hombres y mujeres que hoy trabajan serán ancianos pobres. En el siglo XIX la respuesta a esa misma situación fue la lucha social, ¿cuál será la respuesta en el siglo XXI?

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