lunes, 23 de septiembre de 2013

Sobrevivientes del horror en La Pintada: “Trócenme mis piernas, pero sáquenme”

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: MARCELA TURATI.

ACAPULCO, Gro: Nancy Ruth Gómez de la Cruz pensó que su bebé estaba muerto. No reaccionaba. Alcanzaba a ver su cabecita, inmóvil. Ella no podía moverse para verificarlo. Los dos estaban atrapados debajo de escombros, aprisionados por lodo espeso como engrudo. Segundos antes reposaban en una hamaca, amodorrados dentro de la casa. Hasta que se quebró el cerro y rastrilló lo que encontró a su paso.

Su esposo, Epifanio, tenía medio cuerpo clavado en la tierra. Gritaba de dolor. No podía verlo. Los bloques de cemento y concreto le tapaban la vista al cielo. Su hermano también estaba atrapado. Quedó como empinado hacia abajo, con escombros como lápida encima. Pidió ayuda durante un rato.

No respondían su papá y su mamá que estaban con ella dentro de casa ese lunes a las 3:30 de la tarde, cuando un alud acabó de un mazazo el pueblo La Pintada, en el municipio de Atoyac.

Nancy Ruth estuvo seis horas atrapada bajo escombros.

“Al bebé lo tenía abrazado, quedó un campito para poder gritar -en ese momento hace el cuerpo como si fuera una concha-. Yo le hablaba para que no se me fuera a morir. Le suplicaba que no se fuera a dormir. Estaba agachadito de su cabecita. Pensé que se había muerto porque no hablaba”, narra desde su convalecencia en el albergue de la colonia Renacimiento en esta ciudad.

Con el brazo que había quedado fuera de la tierra empezó a quitar las piedras que tenía encima. Palpaba bloques de cemento. Intentaba retirarlos sin lograrlo.

Le habló a Jaxel. No podía verle la cara. Entonces escuchó al bebé decirle: “Mamá, ya…. Ya, mami, ya…”.

Epifanio gritaba que el cuerpo le dolía mucho. Los alaridos se intensificaban conforme las horas pasaban. Cada tanto ambos alzaban la voz para darse ánimo.

“Nos decíamos que teníamos que aguantar por el niño, mi hermano, mi otro primo. Le pedíamos a Dios que nos ayudara, que no fuéramos a morir”, dice la joven de 24 años.

Su suegro, Aniceto, y sus cuñados llegaron al montón de piedras donde estaban atrapados. Encontraron el escombrerío 10 metros más abajo, enmarañados con las casas que habían bajado de arriba, encima de los restos de la escuela.

Un vecino llegó con un pico. Todos en el pueblo seguían aturdidos. ¿Cómo era posible que un cerro les hubiera caído encima?

“Ahí anduvimos sacándolos, estaban enterrados, en veces éramos siete, ocho, ayudando, a veces cuatro o cinco, porque los que ayudaban andaban con miedo de que se cayera otra vez”, relata Aniceto.

Al primero que sacaron fue a Jaxel. Tardaron media hora en llegar a él. Nancy, aunque lo tenía en brazos, estaba más enterrada. Las piernas engrilletadas a la tierra. No las podía mover.

Su hijo Epifanio estaba cerca, semienterrado.

“De una vez mátame”, suplicaba el hijo desesperado.

“Cuándo, pues, si estás vivo”, recuerda el papá que esa fue su respuesta.

Cuando se dedicaban a retirar los rocones que apresaban a Epifanio, se reanudó la tormenta que no había parado desde el viernes. El agua ablandó la tierra suelta, el cerro volvió a sacudirse, el lodo salió impulsado en resbaladilla.

La tierra no logró tapar el sitio del rescate. Algunos voluntarios desistieron. Los familiares siguieron. Con hora y media de esfuerzo pudieron liberar a Epifanio. Eran aproximadamente las 8:30 de la noche.

Siguió el turno de José Ángel. Antes del alud dormía en el sofá. Era una tarde de ocio porque la fastidiosa lluvia no cesaba. Estaba con sus padres de visita en casa de Ruth, su hermana, para conocer la comunidad a donde se fue a vivir cuando se casó. Habían planeado permanecer un día pero el agua se amotinó y les cerró el paso.

Escuchó aullar al perro de su cuñado Epifanio. Abrió los ojos. Vio que su tía se cubrió la cara con sus manos y escuchó su grito de dolor. La tierra los jaló a todos como si hubieran estado parados sobre una misma cobija. Los arrastró unos metros. Llevaba casas. Aplanaba y arrastraba todo. Los fue a aventar encima de la escuela.

“Alcancé a liberar una mano que quedó fuera, pero la otra no pude porque me cayó un barrote de pino encima. Tenía tierra sobre medio cuerpo, lo demás era escombro de tabique. Pedí ayuda, empecé a gritar que me ayudaran, que ya no sentía el cuerpo, se me dormía, que ya no podía”, narra desde la colchoneta donde está tendido. La cabeza vendada porque tiene una parte del cuero levantada. La piel arañada. Con costras sobre las lastimaduras.

“Me cayó una piedra en la boca y en el cuello. Ya no podía hablar ni respirar muy bien”.

Fue el tercero en ser rescatado. Nancy seguía atrapada.

“Fue más fácil sacar al bebé. Como yo le caí encima pero yo quedé más enterrada, veía puros escombros pero no alcanzaba a ver el cielo. Yo pensaba que me iba a morir ahí porque era la única a la que no podían sacar”.

Desesperada, llegó a pedir a sus rescatistas: “Trócenme mis piernas, pero sáquenme”.

Tardaron horas. Ella calcula que fueron más de dos. Piensa que eran las 11 de la noche, Aniceto dice que era más temprano.

“Me tuvieron que amarrar el pie para que lo pudiera sacar porque abajo ya había lodo. Me lastimaron mucho porque estaba muy apretado”.

Aniceto se levanta de la silla donde escuchaba el relato. Tiene que ir al hospital a ver a su hijo Epifanio, que continúa internado, con la pierna rota, la piel tallada, junto al primo Fide, golpeado en las costillas.

Nancy tiene la pierna vendada, moretones en el cuerpo y curaciones en ambas rodillas. Una cuñada lleva en brazos al bebé Jaxel, a dos meses de cumplir dos años. Está en pañales, apenas se le alcanzan a ver unos raspones y las dos puntadas que le cosieron en la pierna. Parece no recordar lo ocurrido aunque su mamá dice que después del accidente lloraba. José Ángel, de 16 años, a quien le crece un simulacro de bigote, yace a un lado.

Son cinco sobrevivientes del alud que de un mismo jalón sumó 78 personas a la cuenta de víctimas mortales de la tormenta tropical Manuel, que se ensañó con el estado de Guerrero.

Son cinco que estaban en una misma casa. Los otros cuatro están muertos bajo los escombros. Una de ellas ya fue rescatada, el resto siguen desaparecidos, enterrados bajo toneladas de tierra, sin flores y ceremonias de despedida con las que puedan irse en paz de este mundo.

Los pobladores de La Pintada recuerdan que en el cerro que se desgajó no había árboles ni piedras. Estaba partido. Desde que tienen memoria se le veía el relleno, la pura tierra, sin piel vegetal encima. Se decía que se había partido medio siglo antes.

“Tenía muchos años el cerro con esa marca propicia para derrumbarse. Yo decía que estaba desgajado y que se iba a caer y me decían que era un miedoso”, recuerda Gildardo Moreno, un lugareño.

La comunidad tomó el nombre de La Pintada por una piedra que tiene dibujos rupestres (“son como caracoles que dejaron los antepasados”, atina a decir una cuñada de Nancy Ruth). La pintura quedó intacta.

Después del rescate, los sobrevivientes pasaron la noche en casa de Aniceto y su familia. No era un lugar seguro, en cualquier momento podía caer más tierra, pero era cercano. El pueblo entero había optado por dormir en la cima de los cerros, donde nada pudiera caerles de encima. Sin cobija, alimentos, agua. Habitados por el susto. Tragando pesadillas.

Muchos desconocían si sus familiares se encontraban bien porque el pueblo quedó partido por la mitad, incomunicado. Nadie se atrevía a caminar sobre el lodo pantanoso, sobre los muertos.

No pudieron llamar a la cabecera municipal porque la caseta telefónica había quedado sepultada. Adentro estaban un tío de Nancy Ruth, uno de sus primos y un sobrino. El Centro de Salud quedó intacto. A falta de médico que precisamente ese lunes había faltado, la gente voló la chapa y sacó las medicinas para curar a los enfermos.

Gildardo Moreno tenía un radio y alguien del otro lado del pueblo tenía otro aparato. Ambos se comunicaron durante la noche para saber quién estaba vivo por esos parajes y comenzar a confeccionar la lista de desaparecidos. Era de 78, luego creció a 82.

Por la radio se enteraron que cuatro personas ya habían sido enterradas. De este lado, donde se encontraba Nancy Ruth y su gente, sólo pudieron sacar el cadáver de la tía que gritó de dolor por el golpe del inicio. Sólo a la tía, porque el cadáver había quedado a la vista, como si implorara que no la olvidaran. Sólo ella, porque las fuerzas sólo daban para rescatar a los vivos.

No digirieron la noche. El oído estaba en espera de otro latigazo de la tierra.

El martes trasladaron a los heridos una casa más hacia arriba del cerro. Un grupo de hombres había salido temprano hacia la cabecera municipal para avisar lo ocurrido. Por la tarde un helicóptero quiso aterrizar pero la neblina se lo impidió.

“Nos desesperamos, deseábamos que volviera. Sabíamos que si venía otro derrumbe no podríamos correr”, dice la joven.

El primer helicóptero llegó hasta el miércoles y trasladó a los heridos al hospital de la Base Naval de Acapulco. Ese día sólo algunos pudieron abordar. El jueves siguieron las evacuaciones. Todo el pueblo fue reinstalado en el albergue del Centro de Convenciones donde no fueron bien recibidos.

Los otros damnificados, cargando sus propias historias de terror, nervios en la punta de la lengua, no les tuvieron mucha paciencia. Se quejaban de que los pintadeños fueran alimentados o atendidos antes de los demás; reclamaban, los señalaban.

Ese caótico albergue con más de mil personas a cargo del Ejército no tenía agua, los baños estaban clausurados. Había que pasar controles militares, caminar, cruzar un estacionamiento para ir a los baños portátiles o, de plano, animarse a hacer sus necesidades detrás de una lona dispuesta en el estacionamiento. En ese lugar no pudieron siquiera lavarse las manos, asearse un poco.

El jueves por la tarde gente de la Secretaría de Desarrollo Social llegó por la gente de La Pintada y los trasladó al CICI, un centro deportivo bonito, con áreas verdes, salones de juegos, gimnasio, para que el presidente Enrique Peña Nieto pudiera verlos ya bañados y en una escenografía menos deprimente.

No se llevaron a todo el pueblo. El jueves por la noche caminaba desesperada por los pasillos la señora Benigna González Mauro, con hijas y nietos, angustiada porque nadie le decía a dónde habían trasladado a los de su comunidad mientras ella había salido a buscar lugar para bañarse. Porque no tenían dinero para poder buscarlos por la ciudad. Porque la habían separado de su marido.

“De hecho, yo pude hablar con el presidente, le pedí que atendiera a mi hermano, mi esposo, mi primo y que bajara los cuerpos de allá”, dice Nancy Ruth. Los cuerpos que pide que rescaten son los de su padre, su madre, un tío y su esposa, y tres primos. Unos en la misma casa, otros en la caseta telefónica.

De su padre tiene un último recuerdo: “Estaba en la hamaca con mi niño, oí el ruido y vi que se venía el cerro pero como había árboles, no vi que se venía todo. No supe qué hacer, me quedé como mensa parada. Subió corriendo mi papá, me jaló y corriendo cayó encima la tierra”.

Le pide a su suegro Aniceto que compre pasta de dientes y cepillo para su marido porque en el hospital no le han dado. Busca a algún médico que le saque a Jaxel Salvador la tierra que pudiera tener dentro de los oídos, como a ella le sacaron un día antes.

Por el lugar se pasea Mariana Moguel, hija de la titular de Sedesol, Rosario Robles, quien va presentándose ante los damnificados como la hija de la funcionaria y preguntando cómo están.

Una mujer que escucha el relato de la familia interviene y pregunta a esta reportera: “¿Si ha visto el internet? Una casa de unos pinos, la única que no se cayó, es mía. Todos en mi familia pensaban que estábamos muertos pero no nos pasó nada. Yo estaba viendo la tele y de reojo vi la ventana cómo se rajó el cerro. Le avisé a mi esposo ‘Adán, el cerro ya se bajó’, salimos y en medio segundo ya se había ido. Nomás mi casa quedó y una de Miguelito, las demás se fueron”.

Este sábado la gente está inquieta. En los rincones hablan de los preparativos para regresar a la comunidad. La duda sobre qué quedó en pie, y cómo están sus pertenencias (si es que quedaron algunas) los tiene inquietos.

Un encargado del albergue junta a las familias y les pide no irse. “De la Ciudad de México vendrán Los Topos a rescatar a sus familiares, y hay gente allá cuidando de la seguridad y algunos del pueblo que se quedaron a cuidar. Les pedimos que no se regresen”.

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