jueves, 21 de marzo de 2013

“Las órdenes de Dios”, texto de Wilbert Torre sobre García Luna

FUENTE: ARISTEGUI NOTICIAS.

Presentamos fragmentos de los capítulos "Las órdenes de Dios" y "Radiografía de un monstruo", del libro 'Narcoleaks' (Grijalbo, 2013), en el que el periodista y escritor Wilbert Torre reconstruye el rol de Genaro García Luna en la estrategia antinarco de Felipe Calderón.

Con la denuncia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en contra de Genaro García Luna por la detención irregular de Florence Cassez, de nueva cuenta se pone la atención en eldesempeño de quien fue secretario de Seguridad Pública durante el sexenio de Felipe Calderón.

En su libro Narcoleaks (Grijalbo, 2013), el periodista y escritor mexicano Wilbert Torre aborda una faceta de este personaje que ha pasado desapercibida: qué papel jugó en la estrategia de Calderón para combatir el narcotráfico.

Con la uatorización del autor, presentamos algunos fragmentos de los capítulos “Las órdenes de Dios” y “Radiografía de un monstruo”, en los que Torre reconstruye -a partir de los documentos internos del Departamento de Estado estadunidense,revelados por Wikileaks- el papel del ex secretario de Seguridad Pública cuando se concibió la estrategia de combate al crimen organizado:

Un día después de tomar posesión, el presidente Calderón convocó al gabinete de seguridad en uno de los salones de Los Pinos. Se sentó en la cabecera; alrededor, los secretarios de la Defensa, de Marina, de Seguridad Pública, y el procurador general de la República. Sobre la mesa había carpetas abiertas y en una hilera de sillas junto a un muro estaban acomodados los subsecretarios y un nutrido grupo de funcionarios con portafolios repletos de documentos de trabajo. Algunos habían activado la computadora para tomar anotaciones.

En su primera acción de gobierno después de protestar en el Palacio Legislativo de San Lázaro, Calderón había pedido a los miembros del gabinete de seguridad diseñar un programa para renovar los mecanismos de procuración de justicia, depurar los cuerpos policiacos y crear un sistema único de información criminal. Una vez dictada esa orden, todos se encontraban reunidos en Los Pinos para discutir cuál sería la estrategia. En privado había recibido antes a los secretarios de la Defensa y de la Marina.

Calderón tomó la palabra. No vestía el uniforme de campaña militar sino un traje negro y corbata azul marino, pero volvió a colocarse al frente de la guerra que había declarado: anunció que de manera personal encabezaría el combate al crimen organizado. Desde ese momento, sería el comandante en jefe a cargo de definir y revisar las estrategias de la guerra y sus resultados. Los responsables de dar la cara no serían —como hubiera sido quizá lo más lógico— el secretario de Gobernación o el procurador general de la República. Estaría en el primer frente de tiempo completo.

Luego declaró al gabinete de seguridad en sesión permanente. A los asistentes a la reunión les llamó poderosamente la atención el gesto de seriedad extrema del presidente —afilado y frío como una efigie de museo, describiría más tarde un funcionario— y el tono de su discurso. Alzaba la voz y hacía preguntas como si impartiera órdenes. Pidió un informe general del estado del país y preguntó sobre el número de las fuerzas federales y la manera en la que estaban divididas.



El secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y el procurador general, Eduardo Medina Mora, presentaron un diagnóstico crítico. Hicieron un recuento de los principales delitos por estados y regiones: ejecuciones cometidas por las redes del narcotráfico, secuestros, asaltos en carreteras y operaciones de narcomenudeo en casi todo el territorio nacional.

—¿Cuál es el estado de fuerza? —insistió Calderón con impaciencia.

—La Policía Federal Preventiva tiene 6000 elementos, pero pertenecen al Ejército —dijo García Luna.

El procurador Medina Mora dijo que la Agencia Federal de Investigaciones disponía de alrededor de 5000 policías.

El presidente los escuchó y antes de volver a hablar se hundió en un largo silencio.
***

En Los Pinos, tras escuchar el diagnóstico de los miembros del gabinete de seguridad, el presidente advirtió que era necesario actuar con urgencia. Ponderó la lealtad de las fuerzas armadas y dijo que contaba con el ejército y la Marina para contener los embates violentos del narcotráfico, pero que a mediano plazo resultaba indispensable una policía sólida para investigar y desarticular las redes del narco.
—Necesitamos echar a andar esto sin dilaciones —dijo con gravedad. Dio por terminada la reunión y más tarde recibió a García Luna. 

El secretario de Seguridad Pública llegó acompañado de dos de sus principales colaboradores. Dijo que la situación de inseguridad en el país era intolerable. Habló de los secuestros y el cobro de derecho de piso en los que estaban involucrados los cárteles de la droga y advirtió que si no se ponía un alto a la situación, en dos años la gente no podría salir de sus casas.

—El narcotráfico está apoderándose del país y si no hacemos algo esto va a ser otra Colombia —dijo el ex director de la Agencia Federal de Investigaciones.

El presidente le preguntó si era posible construir una nueva policía federal pese a que muchas de las fuerzas que la conformaban habían sido penetradas por el crimen organizado.

—Es imposible —dijo García Luna—. Las instituciones de seguridad están podridas. Es como un pantano: todo lo que uno pisa, se hunde.

Entonces sugirió una nueva estructura. Alzó los brazos y con las manos describió una parábola imaginaria, como si dibujara un arco gigante.

—Tenemos que construir un andamiaje que pase por encima de toda la podredumbre.

Al final planteó una solución: formar una nueva policía que integrara a todas las fuerzas federales y reconstruir a la Policía Federal con armas, tecnología e inteligencia.

—Yo puedo hacerlo. Déjeme demostrarle cómo, señor presidente.

Calderón parecía no tener tiempo para detenerse a hacer ningún tipo de consideraciones. Sin pensarlo le dijo a García Luna que llevara adelante todos sus planes. Después acordarían un proyecto bajo tres grandes líneas: inteligencia, renovación de fuerzas policiacas y la construcción de una veintena de penales.
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El gobierno de George W. Bush terminó la tercera semana de enero de 2009. Al final no existían cabos sueltos sobre lo que se había hecho y lo que no había sido posible hacer al cobijo de la Iniciativa Mérida.

Era un balance de contrastes.

A casi dos años de iniciada, la guerra contra el narco no se estaba ganando. El gobierno estadounidense atribuía los malos resultados a una serie de factores que partían de un problema fundamental: el poder corruptor del narcotráfico, que con relativa facilidad podía infiltrar las instituciones encargadas de la seguridad. En Washington, la secretaria Rice había recibido con preocupación la noticia de que un mayor del Estado Mayor presidencial había sido detenido, acusado de dar a un cártel información reservada sobre lugares e itinerarios del presidente Calderón. La noticia generó consternación, pero no sorpresa, tanto en el Departamento de Estado como en la Casa Blanca.

Un informe confidencial enviado por Garza a Washington un par de meses antes de que Bush entregara el poder a Barack Obama daba cuenta de los alcances de la corrupción en las instituciones mexicanas y los peligros que podría entrañar a largo plazo. El embajador reportó que la Procuraduría General de la República había detenido al subprocurador de Delincuencia Organizada y al jefe de la Interpol en México, acusados de entregar información al cártel de los hermanos Beltrán Leyva. Además habían sido arrestados otros funcionarios de primer nivel que formaban parte del equipo más próximo al secretario de Seguridad Pública.

“Nos preocupa la falta de pericia de García Luna para controlar a sus subordinados; si no lo hace, podría complicar la capacidad del gobierno mexicano para trabajar con Estados Unidos en asuntos sensitivos de seguridad”, escribió el embajador Garza. Advertía que además de la inquietud razonable de la Interpol sobre la seguridad de sus plataformas de datos en México, a Colombia le preocupaban los altos niveles de corrupción en las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley. El gobierno del presidente Uribe había comenzado a entrenar a miles de policías mexicanos, pero pronto habían surgido dificultades. “El director de la Policía Nacional de Colombia ha advertido a García Luna que si no mejora sus procesos de veteo y selección de los policías que son entrenados por esa fuerza, el programa será cancelado”, informó el embajador.

El gran hoyo de la corrupción era la parte más herrumbrosa, pero había otros escollos que vulneraban la estrategia bilateral: la improvisación del Ejército al frente de una tarea que no le correspondía, la insuficiencia de policías federales y su deficiente preparación, y la condición inestable y conflictiva con la que operaba el gabinete de seguridad.

Quince días antes del cambio de gobierno, el Departamento de Estado recibió de la embajada en México uno de los últimos reportes, un conjunto de advertencias sombrías sobre los obstáculos que habría de enfrentar la administración de Obama, si el propósito era mantener el plan de cooperación antidrogas:

En las calles, la gente en México percibe correctamente a las instituciones encargadas de aplicar la ley como ineptas y corruptas. Conforme Mérida avance, deberemos presionar al gobierno mexicano para que establezca unidades agresivas de asuntos internos para identificar y castigar a los malos policías.También será necesario impulsar una mejor coordinación institucional. La mayoría de las instituciones mexicanas involucradas en la guerra contra las drogas —el Ejército, la Secretaría de Seguridad Pública, la Procuraduría General y el Cisen, hasta abajo en la cadena de las policías estatales y municipales— no se tienen confianza. En principio, el objetivo del gobierno es promover una mayor conectividad a través de Plataforma México, la iniciativa creada para compartir inteligencia. Sin embargo, cada institución ha continuado persiguiendo pistas y realizando investigaciones de manera independiente, si no es que peleando abiertamente con sus contrapartes.

***
De caminos tortuosos y pasos de tortuga: un año después la cooperación antinarcóticos entre los gobiernos de México y Colombia —el pacto repleto de proyectos y objetivos ideales que surgió tras la visita de Calderón al Palacio Nariño— había arrancado en reversa.

A finales de 2008, el general Óscar Naranjo, director de la Policía Nacional de Colombia, no pudo contenerse más y estalló. La Policía Nacional de Colombia era una de las piezas clave de la alianza que habían pactado México y el país sudamericano —a sugerencia del gobierno estadounidense— para enfrentar al narcotráfico, a partir de las capacidades y las lecciones aprendidas por Colombia en su propia guerra contra los cárteles. El general Naranjo había dirigido el entrenamiento de cientos de efectivos de la Policía Federal mexicana,pero estaba harto de que los futuros agentes que llegaban a capacitarse no fueran los más aptos. Al correr pruebas de polígrafo y exámenes psicológicos había descubierto que la institución a cargo de Genaro García Luna no había sido efectiva al hacer una revisión exhaustiva de las capacidades y los antecedentes de los oficiales electos para ser capacitados. La sociedad México Colombia se tambaleaba:

—Si no mejora sus métodos de selección de oficiales y demuestra que los efectivos elegidos para entrenamiento pasaron por las pruebas requeridas —dijo el general Naranjo a García Luna— me voy a ver en la penosa necesidad de cancelar el programa.

Para entonces, García Luna ya despertaba suspicacias en el gobierno de Estados Unidos. Más que un aliado idóneo, era un aliado necesario en vista de que la mayor parte de la cooperación bilateral en operaciones de inteligencia y aprehensión de narcotraficantes involucraba a la SSP. “García Luna no viste santos”, solían decir varios de los jefes de las 37 agencias estadounidenses que tenían como base de operaciones la embajada estadounidense en la ciudad de México. En aquellos días en los que el general Naranjo había dictado un ultimátum, García Luna se encontraba bajo la lupa del gobierno estadounidense.

La llamada Operación Limpieza había llevado a prisión a más de 30 funcionarios mexicanos acusados de corrupción y de trabajar para distintas redes del narcotráfico. En la lista negra estaban Noé Ramírez Mandujano —el zar antidrogas mexicano—, acusado de recibir medio millón de dólares mensuales por sus servicios de informante, y Ricardo Gutiérrez, jefe de Interpol México. Gutiérrez (que había sido jefe de la Agencia Federal de Investigaciones), Francisco Navarro, Gerardo Garay y Mario Velarde eran colaboradores de García Luna. La detención de Gutiérrez llevó a la Interpol a enviar a México a un equipo especial para investigar si sus bases de datos, sistemas de comunicación y cierta información sensible no habían sido infiltradas por el narco.

El gobierno de Estados Unidos consideraba que García Luna tendría que trabajar de manera exhaustiva para superar la percepción de que no se daba cuenta o toleraba las actividades ilícitas de sus colaboradores. No veían en el horizonte la posibilidad de que fuera despedido: en Perú, durante una conferencia de prensa en el marco de la cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico (Apec), el presidente Calderón había pedido a los reporteros no interpretar los resultados de la Operación Limpieza como dirigidos a una persona. Calderón —informó Pascual a Washington— había refrendado su confianza en García Luna y advertido que no lo mantendría a su lado si tuviera alguna duda sobre su integridad y sus capacidades.

Más allá de las sospechas de corrupción, el gobierno de Estados Unidos observaba con preocupación el lento avance en la formación de la Policía Federal. Los planes de entrenar a una fuerza mucho mayor a los 36000 efectivos que llegarían a integrarla se estrellaban contra un muro inmenso. Al problema que significaba descartar a cientos o miles de prospectos a policías que no aprobaban los exámenes de selección y los controles de confianza, se añadía una serie de factores: los sueldos que se les ofrecían habían mejorado, pero no lo suficiente; reclutar gente en las calles y las universidades no era fácil, y una vez que ingresaban a la Policía Federal, la corrupción y la infiltración del narcotráfico eran siempre una amenaza latente.

En esas tórridas circunstancias, Pascual recurrió a una, quizá la principal de sus habilidades: el conocimiento hondo y la capacidad de negociación que tenía dentro de la burocracia washingtoniana. Hizo algunas llamadas y aceleró una serie de viajes y reuniones vitales en la ciudad de México. Había llegado la hora de ajustar la estrategia.

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