viernes, 11 de enero de 2013

Los jóvenes mexicanos abrazan el suicidio

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JUAN PABLO PROAL


Uno de los discursos más gastados apunta al lugar común: “invirtamos en nuestro futuro, los jóvenes”. Si hacemos un corte de caja hasta este momento, podemos decir que el saldo final advierte que México apostó a perder. Las nuevas generaciones fueron alimentadas con veneno, bombardeadas con frustrados sueños artificiales y explotadas por la cruel cultura de la ganancia sin escrúpulos.

La investigadora Emilia Lucio, de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional Autónoma de México, dio la bienvenida a 2013 con una cifra que paraliza: el suicidio juvenil es una de las tres causas de muerte en menores de edad, precedida por los accidentes automovilísticos y el cáncer.Una de las características naturales de la condición humana es la tristeza y la frustración; así como alcanzamos estados de plenitud o dicha, también experimentamos dolor y depresión. No es extraño que algunos pensemos en algún momento en el suicidio, pero es sólo eso, un mal momento, una temporada de crisis, una idea que se consume. Quien decide ponerle punto final a la experiencia de vida es porque llegó a un estado de desesperanza extremo y permanente.

De acuerdo con los más recientes estudios del Instituto Nacional de Psiquiatría, los suicidios entre niños se incrementaron 150 por ciento y en jóvenes un 74 por ciento. ¿Qué hace que una generación entera acelere sus estados de hartazgo? Basta leer los indicadores sociales para encontrar pistas contundentes.

En México seis de cada diez jóvenes no estudian ni preparatoria ni universidad, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). En los tiempos de la brutal competencia para entrar al mercado laboral, carecer de estudios profesionales es casi garantía absoluta de ser excluido del mundo profesional y, por ende, de concretar los más elementales anhelos de la vida adulta.

El porcentaje restante de los jóvenes mexicanos no estudia ni trabaja o, si tiene alguna remuneración, está sumido en la infame explotación del subempleo. En la última década el desempleo en este sector de la población pasó de 5.3 a 10.3 por ciento. Y siete millones de jóvenes no realizan actividades académicas o laborales.

De acuerdo con el INEGI, sólo el 30 por ciento de los egresados encuentra empleo en el primer año y de ese porcentaje, únicamente una tercera parte se desenvuelve en actividades relacionadas con las carreras que estudió.

Pocos concluyen la preparatoria (51.2 por ciento) y muchos menos continúan sus estudios a los 20 años de edad (22 por ciento). Además, hay una ola de jóvenes excluidos del sistema educativo del país debido a la escasa oferta de universidades públicas. Año con año, miles tocan una y otra vez la puerta de alguna institución, sufriendo la terrible experiencia del rechazo. En el periodo de admisión 2012, la UNAM no aceptó al 90 por ciento de los aspirantes, el equivalente a 60 mil personas.

En ese lapso, estos jóvenes, en su amplia mayoría miembros de familias que viven al día y cubriendo las mínimas necesidades básicas, se ven orillados a ser presas de la explotación del sistema de consumo. El 66 por ciento de menores de entre 12 y 24 años padecen el subempleo, de acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo. Están disfrazados con gorritos ridículos en franquicias norteamericanas que les retribuyen horas y horas de explotación con ínfimos pagos. Carecen de prestaciones y conviven con sueños que comienzan a frustrarse por la realidad.

Las universidades privadas de calidad están ceñidas a la elite. A veces ofrecen pequeñas concesiones y becas para incluir a la clase media. Algunos pocos logran entrar en instituciones de pésimo prestigio, negocios ruines que lucran con la esperanza de los estudiantes. En los últimos seis años, la Secretaría de Educación Pública (SEP) sancionó a cuatro de cada diez programas de licenciatura de universidades privadas por no cumplir con los requisitos de calidad (El Universal, 9 de enero de 2013).

“No nos culpen por querer ser ricos y famosos, éramos extremadamente pobres”, con estas palabras el vocalista de la banda The Who, pilar del rock británico, explica en el documental Amazing Journey la travesía que vivió para cumplir sus sueños juveniles en medio de una nación azotada por la posguerra. La cultura de consumo y los medios masivos han hecho de este, el sueño americano, el símbolo de la realización humana. Los contenidos para jóvenes apuntan a ese trayecto: conseguir una mujer físicamente perfecta o un hombre con músculos torneados, automóviles deportivos, casas en la playa, alcanzar la fama, gozar de vacaciones frente al mar, ropa de diseñador actualizada a la temporada en turno, el teléfono más moderno… Esta imagen frustrante llega a todos los hogares, a todos los jóvenes mexicanos.

Aplastados por una realidad ajena a los espejismos de la mercadotecnia, sin estudios, trabajo digno ni esperanzas, muchos de estos jóvenes son quienes finalmente se incorporan a los indicadores de adicción, a las filas del narcotráfico y a las estadísticas de suicidio anual.

Cuatro de cada cien jóvenes mexicanos son alcohólicos y el 1.5 por ciento son drogadictos, según la Encuesta Nacional de Adicciones 2011; peor aún, cerca de un millón son vulnerables a caer en manos del crimen organizado (El Universal, noviembre de 2010).

En el saldo de la narco-economía, la población más afectada también es la juvenil. Un total de mil 746 estudiantes fueron reportados como desaparecidos en el sexenio anterior (Proceso, 1887). Y la tasa de homicidios por cada cien mil personas afectó a 7.71 jóvenes de entre 20 y 24 años de edad; 6.6, de 25 a 29 y 5.6 de 15 a 19.

Si es verdad que el futuro de cada nación radica en sus jóvenes, los años venideros serán para México mucho más crueles que los ya vividos. La realidad actual es apenas un asomo de lo que viene.

No podemos esperar un futuro alentador para una generación que fue excluida, pisoteada, explotada y ridiculizada. A la que se le vendieron sueños artificiales que tal vez nunca podrá concretar.

Se acepta como una verdad que, mientras esté en sus manos, el ser humano sólo tiene una opción: vivir o morir. En su ensayo El mito de Sísifo, el Nobel de Literatura francés Albert Camus lo plantea mejor: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. Está claro que, con impactante velocidad, cada vez más jóvenes mexicanos eligen ponerle fin a todo. Y esto es un reflejo del fracaso de México como nación.

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